Nunca he sido fan de Megadeth. Lo que es una manera de decir que no me gusta Megadeth. Ni siquiera en los años en que algunos de mis amigos miraban embobados el clip de “Peace Sells” y detenían una y otra vez el VHS cuando aparecían los pacos chilenos llevándose preso a alguien (desde el 1:13 al 1:23). Claro, hoy cualquiera podría decir que entonces era tan mentor aquello de abogar por la paz del mundo, de preocuparse por la paz del mundo. Pero lo que no tiene nada que ver con las épocas es la cuchufleta y los deseos de vender humo. Y cada vez que mis amigos veían ese video de Megadeth yo tenía la idea de que Mustaine les estaba vendiendo humo.
Musicalmente el tema tampoco me impresionaba. Parecía que todos habían olvidado que Iron Maiden, cinco años antes, había grabado un tema llamado “Killers” con una intro de bajo sospechosamente parecida.
Pero tampoco nunca he sido tan fan de Metallica para que mi indiferencia con Megadeth sea justificada por alguna clase de toma de partido. Simplemente no me pasaba ni me pasa nada con sus discos. Megadeth podría ser de esas bandas que, si mañana se disuelven, los ríos no cambiarían en lo más mínimo su curso.
Como sea, dentro del mundillo la figura de Dave Mustaine, su historia y su prehistoria, es tan importante como la de su propia banda. Una vida llena de tormentos, conflictos, luchas, caídas, redenciones y, entre medio, quiérase o no, la música, los procesos creativos, las batallas de un tipo con moral de superhéroe que en sus letras y conceptos de cada álbum no sólo las emprende contra los gobiernos malvados que nos quieren esclavizar (como si todos fuéramos una tribu de idiotas incapaces de darnos cuenta) sino que también luchó contra sí mismo, contra sus adicciones y contra su impulso autodestructivo.
Por eso me interesó leer Mustaine. A Heavy Metal Memoir (HarperCollins, 369 páginas), su autobiografía escrita en colaboración con el periodista Joe Layden. Es un libro extenso, que se hace cargo de todo el paisaje para llegar a entender ciertas cosas más allá del morbo que genera, por ejemplo, su versión de los años en que fue parte de Metallica (bueno, de hecho las dos primeras palabras de Mustaine en el libro son “James Hetfield”).
Repito: nunca he sido fan de Megadeth y por supuesto que no iré a verlos al Caupolicán, sin embargo al avanzar en este libro uno entiende ciertas cosas más allá de los gustos. Mal que mal es un músico de 51 años con una trayectoria; un tipo que un día perdió todo y luego lo recuperó, que ha logrado hacer su camino y construir una épica más allá de que nos guste o no su música.
Creo que hoy entiendo a Mustaine a pesar de que ninguno de sus riffs me conmueva; lo entiendo por sobre su majadería de la calavera con antiparras metálicas; lo entiendo y respeto porque supo salvarse, supo pedir perdón y mantener la dignidad que, para algunos, lo hará más trascendente que su propia música, que su propia megamuerte.
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