Por DIEGO A. MANRIQUE (El País, España).
Es fácil si lo intentas. Tendemos a creer que los movimientos musicales son inevitables, fermentos que alcanzan una masa crítica, explosionan y se derraman sobre el mundo. Pero no: también pueden extinguirse si no son capaz de generar un nombre universal, una locomotora capaz de dinamizar a toda la tropa y atraer el interés de seguidores, medios, industria. El cementerio del rock está lleno de fenómenos que armaron mucho ruido pero murieron silenciosamente: el Bosstown Sound, el Paisley Underground, el Chapel Hill Sound, el Grebo, el Riot Grrrl, el C86…
Como dijo Dick Rowe, el hombre del sello Decca que rechazó a los Beatles a principios de 1962: “los grupos están pasados de moda; particularmente, los grupos de cuatro miembros están acabados.” El cazatalentos seguramente pensaba que los únicos grupos con futuro eran los instrumentales. Aunque se curó en salud: el mismo día que se probó a los Beatles, también se grabó a Brian Poole and the Tremeloes, conjunto londinense de bonitas voces; venían con recomendación y Decca se quedó con ellos. ¿Los de Liverpool? Bah, unos provincianos intimidados y torpes.
El mercado daba la razón a Rowe ese mismo año: fueron esas bandas las que dominaron las clasificaciones de popularidad del New Musical Express de 1963, si hemos de creer que los votos se computaron con honradez. Los Beatles ya habían salido al exterior pero se quedaron en el número 7, con 735 menciones en las papeletas; en lo alto estaban los impecables Shadows, con –atención- 45.951 votos. Para los amantes del Trivial: en el nº 2 estaban otros expertos en instrumentales, The Tornados, con 15.051 fans; allí tocaba guitarra ritmica George Bellamy, futuro padre de Matt Bellamy, cabecilla de Muse.
Para discos cantados, la industria contaba con una sucesión de vocalistas blandos, esbeltos y manejables: Billy Fury (con los citados Tornados como banda de acompañamiento), Adam Faith, Marty Wilde, Tommy Steele y –el más vibrante- Cliff Richard. Aún escuchado con la mejor voluntad, el pop juvenil británico anterior a los Beatles resulta desolador: melodias tontorronas, letras ñoñas, arreglos de cuerdas con tendencia al pizzicato. La recording industry tenía sus mecanismos de castración sonora y se me ocurren pocos casos de artistas de principios de los sesenta capaces de lograr en el estudio una excitación similar a la de los mejores Beatles: Cliff Bennett, con sus Rebel Rousers, Johnny Kidd con los Pirates, quizás Joe Brown & The Bruvvers.
Se nos ha contado que el boom de Liverpool respondía a un destino manifiesto. En 1962 funcionaban en la ciudad portuaria unos 400 conjuntos, cuyas andanzas quedaban reflejadas en una revista propía, Mersey Beat. Pero había otras ciudades (Sheffield) o regiones (las Midlands) que también generaron publicaciones exclusivas; el número de grupos en Manchester era posiblemente superior al de la zona del río Mersey, por no hablar del gigantesco Gran Londres. Y tampoco los de Liverpool estaban más informados que los demás: no se mantiene ese mito romántico, tan querido de John Lennon, de que allí tenían acceso a discos raros que traían los marineros; todas las versiones grabadas por grupos de Liverpool durante los 60 corresponden a discos previamente editados en el Reino Unido o temas propuestos por editoriales.
Hubo mucho de chiripa. En 1962, hasta alguien tan arrogante como Lennon podia sentirse frustrado: tenía la misma edad que Cliff Richard, Billy Fury o Adam Faith pero, aparte de un puñado de teenagers de Liverpool, nadie reconocía su carisma. El año anterior, hubo un momento de duda, cuando John y Paul McCartney se escaparon a Paris, sin avisar a George Harrison y Pete Best. Tenían en mente el ejemplo de su adorado Stuart Sutcliffe, que abandonó la música para ejercer de artista pintor en Hamburgo.
El desencanto hubiera crecido de no aparecer Brian Epstein por The Cavern. En la modesta escala de Liverpool, era un empresario de éxito gracias a su bien surtida y administrada tienda de discos. Pero le quedaba el ansía de lograr algo en el mundo del espectáculo de Londres, donde quiso destacar como actor. Aunque no podemos desechar otros impulsos ocultos: es muy, muy probable que se sintiera sexualmente atraído por aquellos gamberros vestidos de cuero, especialmente por John y su lengua venenosa.
Aún así, Epstein solo cosechó rechazos en su gira por las discográficas londinenses, donde le aconsejaron más de una vez: “no se empeñe, Mr. Epstein, siga con su negocio principal”. Otra casualidad: fue a la tienda de HMV, en Oxford Street, donde –por una libra- te convertían una cinta en disco (acetato). Era la cinta de la prueba en Decca, tan deficiente por tantas razones, pero el técnico encargado, Jim Foy, creyó detectar algo interesante en aquella session tibia, marcada por la resaca de los músicos y el uso de un equipo desconocido. Le sugirió llevársela al jefe de una editorial musical de EMI, Sid Coleman, algo que nunca se le hubiera ocurrido a Epstein. Gracias a su intercesión, Brian consiguió una cita con el jefe de A & R (Artistas y Repertorio) de Parlophone, un sello menor de EMI. Un tal George Martin.
¡La persona adecuada! A pesar de sus modos de gentleman, George tenía aproximadamente los mismos orígenes que los Escarabajos: clase media modesta. Pero Martin quería entrar en el campo del pop, ascender en el escalafón de EMI. Había hecho demasiada música ligera y discos humorísticos con The Goons. Ese detalle fue lo que conquistó las simpatías de los cuatro Beatles, admiradores de Spike Milligan y Peter Sellers. Epstein les había hecho creer que el contrato ya estaba a punto de caramelo pero la realidad es que pasaron otra audition, en Abbey Road, y que podían habían sido desechados de nuevo. Solo les quedaba un último obstáculo: quizás para demostrar quién mandaba allí, Martin exigió que cambiaran de batería. Podían haberse negado, en un beau geste de solidaridad norteña, pero tragaron. A la vuelta, informaron a Pete Best que su asiento sería ocupado por Ringo Starr.
Prácticos, despiadados, ambiciosos. Estos Beatles tenían madera. A la hora de la verdad, se resistieron a grabar la chorradita comercial que les propuso George Martin, un tema ajeno llamado How do you do it; querían interpretar sus propias composiciones, comenzando por Love me do. Y en ese acto cambiaron la relación de fuerzas: no iban a ser manipulados por los disqueros, como los guapitos de años anteriores. Resulta que, aparte del sonido impetuoso, tenían una fabulosa máquina de hacer canciones, alentada por la rivalidad entre Lennon y McCartney, con Harrison como ansioso aprendiz. De alguna manera, Martin y Epstein coincidieron en construirles un invernadero para que trabajaran con las mínimas intrusiones del mundo exterior.
Pero aquello pudo torcerse en muchos momentos cruciales: si Lennon hubiera pegado un bufido a Epstein, si a éste no le hubieran encaminado hacia George Martin, si los músicos hubieran perdido la ilusión. Y no, no vale lo de El Talento Siempre Sale A Flote: eso equivale a creer que los Reyes Magos suelen acordarse de los niños buenos. Hoy, posiblemente los Beatles serían una nota a pie de página en la historia de un pop ingles mediocre y conservador. Cuatro jubilados amargados, que se reunirían en un pub para recordar que estuvieron a punto de grabar en Londres, que alborotaban a las putas de Hamburgo, que tenían más energía que los jodidos Shadows…