Conocí a Eduardo Topelberg a comienzos de este invierno. Necesitaba entrevistarlo para un libro acerca de la más grande historia nunca jamás contada sobre la banda de la cual él fue parte hasta hace poco. Me recibió en su departamento y hablamos durante tres o cuatro horas. Respondió todo lo que necesitaba saber (había tres o cuatro preguntas bastante incómodas) y digamos que siempre se refirió de buena manera a su antiguos compañeros. Tenía profundas diferencias, en todo caso; de ésas que, a su juicio, llevaron al quiebre y a su salida. Sin embargo también en ese momento supe que Topelberg era de esos tipos capaces de hablar con cariño de aquellas personas con las que había compartido pequeñas victorias y más de una derrota. Quizás tantas derrotas que transformaron a su banda en leyenda.
En la mitad de la entrevista, sin embargo, Topelberg se levantó del sofá y me mostró un volante en el que anunciaba su candidatura a concejal por Ñuñoa. De fondo sonaba Nex Mormex, probablemente la banda donde más pudo mostrar su talento como baterista junto con Dorso en la época del magnífico Romance.
Después de la entrevista me volví a mi casa pensando en aquel slogan. Caminé desde Plaza Nuñoa hasta Manuel Montt dándole vueltas a la frase, en lo freak que podía ser y, también, en lo certera a la hora de presentarse. Como concejal Topelberg no ofrecía lo que ofrecen muchos y que jamás podrán dar. Muchos hablan de trabajo, de educación, de salud, de menos contaminación y de otras cosas grandes cuando saben que en varios aspectos estos temas no corresponden al municipio, sino que al Estado. Sí, la educación es municipal, pero los libros que leen los estudiantes los decide un ministerio, no un concejal. No vendan ese pescado.
Varios meses después, una tarde de septiembre, fui con mi mujer y mis hijas a dar un paseo por las fondas del Estadio Nacional. Allí, a un costado del pilucho, había un grupo de chicos repartiendo propaganda de Topelberg: regalaban volantines, pañuelos cuequeros y hasta trompos con su respectiva cuerda. Ese día yo iba con una polera de Pentagram, pero estoy seguro de que ellos no tenían carajo idea de qué era Pentagram. Como sea, nos regalaron un surtido de cosas. Las guardé todas y mi mujer de pronto dijo que votaría por él por lo que podía simbolizar su presencia en el concejo municipal al lado, por ejemplo, de José Luis Rosasco, quien en vez de pedir perdón por haber escrito y publicado Dónde estás, Constanza o Francisca, yo te amo también se presenta nuevamente como candidato.
“¿Pero qué va a hacer Topelberg si gana?”, me pregunta mi mujer semanas después cuando vemos el videoclip en que besa a por lo menos 30 ancianas acompañado de algunos charros con guitarrón. “¿Qué va a hacer en esa municipalidad llena de freaks?”.
No sé qué contestarle, pero estoy seguro de que muchos de los que votarán por él lo harán porque hay una cercanía generacional, porque conocen la misma música. Me gustaría que ganara. Pero a veces pienso que sería mejor que despertara de esta pesadilla y volviera a Dorso y Dorso hiciera otro disco como Romance.
Como sea, en muchos casos votar por Topelberg podría ser un gesto de protesta (un “acto de locura”, parafraseando la traducción chilena del casete del Piece of Mind), pero también un pequeño gusto que, cuando estás cerca de los 40 años y no le crees a nadie, aún te puedes dar.
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