A mediados de 2007 corrió el rumor de que Carcass (Liverpool, 1985) volvía a reunirse luego de su disolución en 1995. La intención original, se decía, era tocar en algunos festivales europeos y poco más. De hecho, fueron tan cautos y reservados que pensar una gira intercontinental resultaba improbable. Pero entonces vino la noticia y, con ello, la resurrección de la carne: Carcass se subía al avión y pasaría por Chile.
Apreciar la relevancia de una banda como esta (o al menos intentarlo) es retroceder al menos veinte años, particularmente al momento en que los ingleses, quienes nunca tuvieron prejuicios para los cruces de metal y punk, decidieron que no bastaba con lo que había, que era posible otro peldaño más en la escalada de brutalidad sónica. Entonces nacieron bandas como Napalm Death, Extreme Noise Terror y con ellas el grindcore, una variante del punk cuya premisa es la destrucción de todo intento de melodía; la música entendida como un objeto contundente, como meter la cabeza dentro de una lavadora hasta que el ruido (sí, puro ruido) de pronto cobra nitidez. No por nada uno de sus símbolos ha sido la moledora de carne.
Pese a que con cada uno de sus álbumes Carcass se fue suavizando (¿civilizando?), la calidad no decayó. Por el contrario, hubo mejores canciones; menos brutales, sí, pero con más ideas.
Como sea, 1989 fue clave: Carcass se atrevió con Symphonies of Sickness (Earache), un álbum que revistió de gloria al grindcore. Su influencia visual (sus portadas de collages forenses serán imitadas por los siglos de los siglos desde su debut, Reek of Putrefaction) brindó un matiz estético a un estilo difícil de tragar: ese año los ingleses pusieron melodía allí donde todo era caos y confusión a causa de ritmos ultraveloces, afinaciones graves y voces ásperas. Reeditado constantemente desde entonces, aquel disco fue la plataforma desde donde Carcass comenzó su carrera internacional hasta transformarse, tal como Sepultura, Morbid Angel y Atheist, en una de aquellas bandas infaltables en cualquier recuento.
El show en el Caupolicán (miércoles 5 de noviembre de 2008) pudo ser brillante si no hubiera sido por su set tan mecanizado, idéntico al que habían estado haciendo en Europa. Algunos se olvidan de que el público sudamericano es distinto, que es mejor, y por lo tanto siempre requiere de algún gesto.
Con todo, Carcass ofreció tal despliegue de ferocidad que, como muy pocas veces, nadie se atrevió a pedir una más: fue un repaso desde sus años de bestialidad extrema, con “Genital Grinder”, “Reek of Putrefaction” y “Exhume to Consume”, hasta los toques de exquisitez técnica de “Heartwork” (4 de 5 estrellas le dio Rolling Stone a ese disco en su momento) y la maravillosa “Keep on Rotting in the Free World”, además de todos los clásicos de Necroticism. Descanting the Insalubrius, aquel álbum que revitalizó el metal en 1992.
Fue un show memorable. Los ingleses demostraron por qué son una de las bandas de metal extremo más influyentes del mundo. Una presentación tan meticulosamente urdida que, cuando se encendieron las luces del teatro, la actitud de los casi dos mil fanáticos no era sino de perplejidad por lo que acababan de presenciar: la banda con la que muchos crecieron había pasado por el escenario como un vendaval que resucitó una época ida y luego, una hora y media después, no dejaba más que una ilusión, un vacío que solo tras verlos en vivo es posible dimensionar.
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