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Extrañando a Lou

Rescatamos una columna publicada hace 13 años cuando estuvo en Argentina y Chile.

Equipo Futuro |

Rescatamos una columna publicada hace 13 años cuando estuvo en Argentina y Chile.

Por Tabaré Couto
Publicado en Revista Postdata
Uruguay
Año 2000

Seis horas antes del show en Santiago, Lou Reed terminaba de almorzar en el restaurante japonés del Hotel Hyatt y caminaba en bata por el lobby. No era precisamente un camino por el lado salvaje. Era el hombre sin máscara. Pero era Reed. El único e irrepetible. De mirada fría y modales extremadamente educados y controlados salvo cuando su risa explota como un látigo y sorprende. Su mirada lo es todo. Porque atrapa y produce temor. Porque seduce y brinda seguridad. Obsesivo por el control de las situaciones a su alrededor responde con preguntas ante una invitación: “¿Me dices que podemos ir a un lugar donde ver armas japonesas?. ¿A cuánto tiempo del hotel? Ok, me parece bien”. Y a los cinco minutos, sigue: “¿Pero me estás diciendo que pueden traerme algunas de las armas para verlas aquì mismo?, no lo puedo creer”.

Y un minuto más tarde, prefiere  “ir a la casa del coleccionista y allí ver toda su colección y tal vez comprar algo?” 30 segundos más tarde: “¿Aceptará tarjeta de crédito?” 15 segundos después: “Sinceramente, ¿es verdad que es una de las colecciones más importantes de América Latina?”. 1 minuto después: “Ok, voy a ducharme y bajo y vamos para allá”. Media hora más tarde, café de por medio, charla sobre Pinochet y Victor Jara incluída, Reed decidirá dejar la visita al coleccionista –que a estas alturas hace dos horas lo está esperando en su casa- para (tal vez) visitarlo en algún instante en la noche luego del show, todo bajo su control pero no sin antes volver a preguntar: “¿Estás realmente seguro que es una colección importante”. Sí. “Mmmm, entonces voy solamente si puedo sacar algunas fotos”. OK. Dos horas después de finalizado el show y tres horas más tarde de lo previsto, una colección de 2.500 objetos asiáticos –desde espadas a máscaras, pasando por artesanías varias, lo dejarían shockeado.

Agotado por el cansancio del concierto y luego de prácticamente quedarse sin rollo fotográfico en su cámara,  nos pide volver al hotel. Un abrazo y varios “gracias, muchas gracias”, terminan de sepultar el mito de un hombre que confunde su carácter seco y frío con el desprecio a quienes lo rodean. Todo un cumplido viniendo de él. Todo un caballero. A dormir en paz con el rock and roll.

Durante más de dos horas, en Buenos Aires o Santiago, todo tenía sentido. Las capas de electricidad que emanaban superponiéndose desde las guitarras, los aullidos, los golpes en la batería, las líneas del bajo profundas, ondulantes, zigzagueantes y la voz del viejo vestido en cuero negro quebradiza, sensual, provocadora, volátil. El repertorio fue el previsible en medio de esta gira mundial,  salvo algunas sorpresas minúsculas: en Baires una anfetamínica versión de “Vicious” que incluyó fragmentos de “I’m Waiting For The Man”; en Santiago, sin “Vicious” al final, en el medio del set, un épico y explosivo repaso a “Dirty Bulevard”. Lleno total en la segunda noche en el Gran Rex porteño y más de 4.000 almas en el estadio Chile, allí donde tuvieron detenido y torturaron a Victor Jara.

En su paso por Santiago, Reed estuvo distante cuando se lo propuso frente a un entorno siempre respetuoso y, hasta a veces, temeroso de su fama de hombre difícil. Pero nunca hizo honor a esa fama particular salvo cuando quiso jugar su papel de personaje agresivo y provocador frente a los periodistas en una memorable conferencia de prensa que él mismo dirigió, prolongó y dio por terminada cuando comenzó su aburrimiento. Consultado por su carácter de ermitaño y por su desprecio hacia los periodistas, no se inmutó: “Síííí, soy muy malo y los odio profundamente… Siempre digo la verdad…Bueno, la mayor parte del tiempo”.  Para desconcierto de los presentes, los animó a que no estuvieran tan serios y cuando los micrófonos se apagaron invitó a todos los presentes que se le acercaran para firmarles lo que ellos quisieran. Descontrol total. Tomó el micrófono y gritó: “Alto!!! Ordénense”. Y así, en fila india, ante la sorpresa generalizada, cada uno de los asistentes fueron pasando frente él para llevarse su firma de recuerdo. Cuando decidió que era suficiente, se levantó y caminó a su habitación –donde se despacharía 4 entrevistas a medios mexicanos en menos de 10 minutos con respuestas prácticamente monosilábicas- nos decía: “Relájense. Hay que disfrutar la vida, solamente hay que hacerles entender a los demás firmemente quién tiene el control de la situación”.

“Si tenemos que separarnos/tendré una nueva cicatriz en mi corazon/Extasis”. La emoción, que en medio de los días de asco y locura que vivimos habíamos olvidado en alguna oficina, en alguna cola en el banco, en algún titular de un diario de tercera categoría, parece reaparecer. Recuperar la emoción, degustarla y tragarla suvamente cuando Reed interpreta brillante versión de“Ecstasy” ya valió la pena el viaje a Baires, la lluvia en la avenida Santa Fé y las quejas y las mentiras  de los taxistas deprimidos. Las canciones del último álbum de Reed crecen en proporciones inimaginables en vivo. Y se agradece. Hasta los excesos del show y la autoparodia se asimilan sin problemas. Afuera, por suerte, el mundo seguriá girando sin nosotros por un buen rato. Y esa es la victoria de Reed. La más importante.

Con las defensas un poco más bajas –nunca del todo- Reed se mostró en Santiago como un auténtico apasionado por el tai chi, por la fotografía, por la historias verdaderas o no, por la situación política de su país, la mundial y la local –él mismo inquirió a los periodistas que le dieran su opinión del caso Pinochet, ante el estupor de los presentes-. “A nadie le importa Pinochet”, gritó alguien. “No puedo creer lo que me estás diciendo”, dijo Reed.  Y con excepción de las instantáneas (solo aceptó una en la casa del coleccionista que lo recibió hasta las tres de la mañana del día del show), no esquivó saludos, autógrafos y, menos aún, una charla amena sobre lo que le sonase medianamente interesante, máxime si esa charla podía volar desde los efectos de la magia hasta las virtudes de su masajista japonesa…. Un buen vino chileno y unas más sabrosas especialidades culinarias marinas extraídas del Pacífico, lo dejaron en literal éxtasis y volvió a agradecerlo constantemente.  Así, relajado pero sin perder la mirada profunda e inquietante, seguía desarrollando su juego preferido: escuchar, observar y preguntar. Como un ajedrez motivador. Como si rescatara flashes para sus canciones.

“Perfect day” fue dedicada a Víctor Jara en el Estadio techado que ahora lleva su nombre. Y el sudor corrió por nuestras frentes con una suavidad feroz cuando arrancó con una deslizante versión de “Walk on the Wild Side” o con el fulminante flechazo eléctrico de “Sweet Jane”. El sonido primitivo desbordaba matices y la electricidad se saboreaba en la muelas, flotaba en el aire espeso y burlaba las barreras de seguridad hasta chocar con el artista que, sin mediar más que un solo “gracias” en español, gesticuló goces, magias y pérdidas y dirigió su miopía helada a los presentes reclamándoles su complicidad como pocas veces se le había visto hacer. Estaba radiante. Entregado, como nosotros, a la ceremonia básica, rústica, profunda y simple del rock. Cansados y felices, tristes y vaciados de energía, estábamos listos para la re-carga, cuando las luces se encendieron. Desde hace dos semanas y de aquí en más, cada noche de viernes en Santiago, extrañaremos demasiado a Lou.

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