Por Carlos Costas (Zé Carlos)
23/06/2014
Los mundiales de fútbol son unidades no científicas de medición del tiempo. Cada cuatro años estos eventos permiten a los futboleros, y a los que no lo son tanto, marcar hitos en sus propias vidas y conectarlos con las historias que nacen en la fiesta máxima de este deporte.
Recordará alguno, por ejemplo, que para España 82 vio llegar a casa a su padre con un televisor a color. Otro podrá saborearse evocando los asados que hizo para ver a la Selección en Francia 98 y más de alguien por ahí soltará un lagrimón cuando caiga en cuenta que el de Sudáfrica fue el último mundial que pudo ver con su “taita”.
El partido de este lunes con Holanda reúne las condiciones ideales para hacer de él un evento memorable. Chile clasificado. Lunes. Mediodía. Horario de estudio, trabajo, papeleos varios, sacadas de vuelta, trámites bancarios y los quehaceres habituales de la monótona vida en la ciudad.
Y si Chile gana, quién va a volver a la pega.
Escribo esto en Sao Paulo y trato de imaginar cómo se estarán organizando en los colegios, fábricas, talleres y oficinas de mí país. Quién será el encargado de llevar la tele, quién se pondrá con algo para picotear y por qué diablos la gente se pinta la cara y usa esas ridículas pelucas y gorros para ver un partido de Chile.
Los caminos del fútbol son insondables y misteriosos como también lo son los caminos del Señor.
El primer mundial que recuerdo nítidamente es el de Argentina 78. Imágenes en blanco y negro, el álbum, mis laminitas, el impacto que me provocaba ver esa lluvia de papelitos y una sopa caliente en la casa de mis abuelos. Mis ojos pegados a la pantalla y gracias al fútbol supe que en Europa existía un país llamado Holanda. No sé por qué diablos me caía bien Dino Zoff, el arquero de los italianos. También simpatizaba con el pelado Lato de Polonia y con la chasca heroica del Matador Kempes. El ying y el yang.
De España 82 recuerdo tantos detalles que dejarlos por escrito en esta crónica podría ser un abuso a la paciencia del lector. Sólo diré que para el triunfo de Italia 3-2 sobre Brasil (tripleta de Paolo Rossi; Falcao y Sócrates) yo figuraba con fiebre en cama. Nunca fue más oportuna una amigdalitis.
Después vino esa larga sequía que terminó en Francia. Para el debut con Italia ya estaba casado, tenía título universitario, un trabajo y mi hija mayor andaría por los 5 años. Era fin de semana o feriado y celebramos el empate con un buen almuerzo familiar acompañados por los suegros y mis cuñados.
El día de ese amargo empate con los austríacos pasé a buscar temprano a mi hija al jardín infantil y lo vimos juntos en la casa. Ella hacía sus dibujitos y pintaba mientras el infame zapatazo de Vastic me hacía recordar nuestra proverbial mala pata.
Contra Camerún me emocionó el tiro libre del Coto, la celebración y la dedicatoria a su padre que había fallecido poco tiempo antes. Sierra estudió en mi colegio, iría en un curso dos o tres niveles sobre el mío. Cuando él jugaba en la categoría superior, yo estaba en la intermedia. O sea, podría decirse que fui sparring o pichón de esa muy buena selección que tuvo el Hispanoamericano, colegio del barrio Avenida Matta, en la esquina de Carmen con Porvenir.
El partido con Brasil, en el Parque de los Príncipes de París, lo vi con unos amigos en la ciudad de Los Ángeles. En esos años yo tenía un pitutito por allá y fue mucho más llevadero ver el baile que nos dieron los brazucas junto a la parrilla y la hospitalidad sureña de esos simpáticos compañeros de aquella época.
Debe ser la única vez que he visto un partido importante con un asado de fondo. Para las siguientes participaciones de Chile en el Mundial tuve la suerte de estar en la cancha.
Quizá ésta sea la recompensa de trabajar en una pega que no sabe de horarios ni fines de semana. Soy agradecido por tener esta oportunidad, pero les confieso que por nada del mundo cambiaría la emoción que sentí esa mañana nublada cuando los curas nos soltaron temprano y yo me fui corriendo a la casa porque empezaba el Chile-Austria, en el estadio Carlos Tartiere de Oviedo.
La vida también es lo que nos pasa entre un Mundial y otro.