PUNTERO FANTASMA

El otro mundial del 62: el fin de los mercenarios

Felipe Pumarino |

La historia y leyenda del Mundial de Fútbol celebrado en Chile en 1962 han sido revisados una y otra vez. Archisabido es, por ejemplo, que gracias a este evento la televisión comercial por fin aterrizó en Chile; menos conocido es que durante años nuestras autoridades habían evitado a toda costa la masificación de una tecnología entonces carísima, que a su juicio podría desangrar a la población de un país objetivamente pobre. Argentina y Perú, por ejemplo, nos llevaban una década de ventaja.

En lo futbolístico, hay otro capítulo poco conocido que se desarrolló en paralelo al campeonato: el Congreso Mundial de la FIFA.

La cita dirigencial tuvo lugar en los flamantes salones del Hotel Carrera y reunió esencialmente a representantes europeos y latinoamericanos, que monopolizaban a la administración del balompié. Un punto de la tabla fue la “amistosa” presentación de candidaturas para organizar el Mundial del 1970. Argentina y México levantaron postulaciones; la sede sería resuelta en 1964 en Tokio. Todos apostaban a un fácil triunfo trasandino; todos se equivocaron.

Al cabo, la decisión más importante tomada en Santiago fue otra. Impulsada por el recién electo presidente de la FIFA, el británico Stanley Rous, la dirigencia mundial decidió acabar por fin con la bufonada de los jugadores “multicamiseta”.

Hasta ese entonces, un futbolista podía defender sin mayores trámites a varias selecciones a lo largo de su carrera. En ocasiones se trataba de un genuino arraigo con su país de adopción; en otras, claro, tenía que ver más que nada con el bolsillo. Bastaba que el player comprobara la existencia de algún antepasado de su nuevo país -en general, un tatarabuelo ficticio- para que cambiara de insignia como si nada.

Ejemplos clásicos fueron las selecciones italianas de los años 30 -llenas de sudamericanos “oriundos”- o la masiva nacionalización concretada por España en los 50, que incluyó al argentino Di Stéfano y a los húngaros Puskás y Kubala.

Así se daba el caso de selecciones de mercenarios que prácticamente compraban defensas o ataques completos. El 62, de hecho, entre italianos e hispanos sumaban ocho seleccionados que no habían nacido en su suelo. El resto del mundo -con justa razón- sentía que ambos países habían llegado al límite de lo tolerable con esta chacota. Las federaciones británicas fueron las principales impulsoras del veto a las nacionalizaciones express.

“Con el tiempo, deberá llegarse a lo que muchos pretenden tras este acuerdo de Santiago, como es la idea de que sólo puedan defender a una Federación los hombres que hayan nacido en el país que representan”, editorializó Estadio. Y así no más fue.

Imágenes: archivo revista Estadio.

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