La existencia de Cobresal en el profesionalismo -y su porfiada permanencia en Primera- no es sólo una anomalía chilena. Tiene, de hecho, características de rareza mundial.
Cuesta encontrar en el planeta a otro club asentado en una ciudad tan chica que juegue en la elite del fútbol de su país. Quizás su contendor más cercano sea el Evian TG: actualmente en la Ligue 1 francesa, representa a tres minúsculos pueblitos alpinos (aunque juega en otra ciudad con un estadio más grande).
Otros equipos de localidades pequeñitas en torneos relevantes son el Erzgebirge Aue de la Zweite Liga alemana (16 mil habitantes), el Cittadella de la Serie B italiana (17 mil) y el Eibar español (27 mil), recién ascendido a Primera. ¿Alguno más?
Pero el caso de nuestro pequeñín es más brutal. Según el último censo, la población de El Salvador apenas llega a 7.702 habitantes (y baja cada año, por el inexorable cierre de las faenas en un campamento minero que tiene los días contados).
En fin. Ya vimos cómo Cobresal llegó en 1980 a Segunda acompañando a Regional Atacama, ambos en la cresta de la ola de los impulsos patriótico-regionalistas de las autoridades cívico-militares de la época.
La postulación del cuadro minero, claro, era bastante más discutible que la de los copiapinos, atendiendo a lo chico y lejano de El Salvador: en circunstancias normales, Cobresal jamás debió haber llegado siquiera a pensar en postular al Ascenso. Sin embargo, el triunfal ejemplo de Cobreloa -y el descuento por planilla de Codelco a su masa de socios forzosos en las minas- empujó a las autoridades a aceptar a estos primos chicos de los loínos.
Pero El Salvador no es Calama (ni siquiera le da para ser capital comunal): la llegada de Cobresal a Segunda postergó para siempre a ciudades bastante más grandes de la III Región, como Vallenar, Caldera o Chañaral. La dulce tentación del dinero del cobre continuaría durante esa década, arrastrando por ejemplo a Trasandino a convertirse en el mufado Cobreandino.
Al cabo, pese a su dudoso origen, Cobresal ha hecho hartos méritos para quedarse. Le regaló al fútbol chileno delanteros temibles -Zamorano, Salgado, Martínez- y “el estadio más grande del mundo” (con el césped más verde del desierto). También nos brindó esa inolvidable camiseta verdinaranja de sus primeros años, de las más originales que se han visto en las canchas chilenas.
Y, por supuesto, campañas siempre más que dignas, una segunda cancha para aclimatarnos a la altura (que tan bien nos viene cuando jugamos en La Paz) y -para más remate- es uno de los pocos clubes chilenos que se ha tomado la molestia de narrar su historia en detalle y publicarla en internet.
Fotos: gentileza Amante Futbolero.