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RESEÑA // El Motor del Metal

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O viceversa. Porque el orden de los factores no afecta el producto, ambas podrían ser justas definiciones para una noche de reluciente cromo anglosajón de principio a fin.

Por Mauricio Illanes Naranjo. Periodista, escritor y guionista, autor de The Redrum.
Foto encabezado: Juan Francisco Lizama (Fotorock.cl)
Fotos interiores: Juan Pablo Quiroz

Personalmente y como puede haber sido para muchos de los que asistimos al Movistar Arena, la del martes 5 de mayo era una cita nocturna con el paso del tiempo, los cambios aparejados y el orgullo de permanecer de pie (Como el junco aquel del célebre himno latino a la resistencia que se dobla, pero que siempre vuelve a su lugar de origen).

Casi 30 años habían transcurrido desde que grabé por primera vez en la enorme y veloz radio de doble cassetera de un amigo el Defenders of the Faith completo en un TDK cromado y, luego, seguí recopilando canciones sueltas de ese monumental álbum en el espacio libre de otras cintas dedicadas a otros héroes.

Recordar cómo cuantas veces los dejábamos a punto con un lápiz Bic mientras las canciones se grababan rápido, como delirante speed metal de ardillitas (¿La banda de Alvin y sus amigos?), podría ser una de las anécdotas de partida para revisar cómo las cosas han variado desde entonces, pensaba mientras mis pasos me acercaban al lugar de la cita.

Inevitable fue detenerme en 1992 cuando desde La Moneda se encargaron de que Iron Maiden no encontrara recinto donde presentar “Fear of the Dark”, el disco que motivaba su gira de entonces. Reparar en la autorregulación (como les gusta decir a nuestros próceres del sector privado) de la masa pródiga en oscuridad, mezclilla y cabello que hacía “la previa” cercada y enrejada en una sobre poblada esquina, junto a la estación del metro, sin molestar a nadie, y sin que nadie molestara a sus huestes. Lo mismo caminando sobre el pasto cercano a la elipsis del parque O’higgins, salpicado de grupos desde los que escapaban “recomendaciones” al del teléfono para guiar el encuentro con miembros rezagados del tipo: “¡Dile que andamos de negro!”, seguidas de contagiosas carcajadas. O especulaciones acerca de si había más camisetas de Motörhead o Judas Priest dando vueltas (lo cierto es que, a simple vista, parecía haber una supremacía de “Snaggletooth B.” –o War Pig-, la “imagen corporativa” de la pandilla de Lemmy Kilmister).

Inevitable también fue pensar en la “dictadura del reloj” y la complicidad que muchos revisores de los accesos quieren establecer con los miembros del respetable como impedimentos para ver a Inquisición (A las 19.30 hrs un puñado de técnicos desmontaba sus equipos al ritmo de Blood Brothers de Iron Maiden que brotaba fuerte y claro desde los parlantes).

KILLER ROCK & ROLL

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Esa fue la tónica durante la media hora siguiente: gente entrando a las diversas localidades del recinto con la Doncella de Acero de fondo, cuyas letras y acordes eran coreados con devoción por los presentes, clara muestra de lo acertado de la elección de esos otros ingleses como “teloneros”.

La puntualidad inglesa también se hizo presente cuando a las 20 horas apareció Motörhead en pleno sobre el escenario y su otra “imagen corporativa” (una que también ya lo es del rock con mayúsculas), el líder, bajista y vocalista de la banda, el legendario Lemmy Kilmister, dejó correr el aguardiente de su voz sobre la fanfarria inicial que animaba junto a los suyos arrancándole zumbidos a su instrumento: “We are Motörhead and we play rock and roll (“Killer rock & roll”, debería decir)”.

Y la soberbia confirmación de esa otra “marca registrada” vino con el trío final “Going to Brazil”, “Ace of spades” y “Overkill”.

Pero antes hubo fuego, furioso humo brotando desde las entrañas del escenario, como la erupción de baquetas subiendo y bajando sobre la batería del sueco Mikkey Dee al ritmo de su telúrico doble bombo del que, obviamente, hizo gala con un solo más bien breve pero impecable que dejó claro que, más que la sólida base rítmica de esta máquina de rock and roll asesino, es un lujo que da valor agregado a la propuesta del trío, como la cuota de virtuosismo que aporta Phil Campbell con su guitarra, tal cual lo demostró con su pequeño momento de lucimiento personal.

El viaje también tuvo paradas previas en los discos “Aftershock”, “Another perfect day” y “Orgasmatron”, entre otros (Lemmy se sorprendió por la respuesta del público al citar el segundo), que promediaron poco más de una hora de actuación y energía liberada por el power trío y sus fans: una perfecta comunión iluminada por la masa a punta de mosh pit y bengalas danzantes desde el comienzo, cuando los temas más lentos y a medio tempo comenzaron a agitar a la marea humana de cancha hasta el paroxismo del tormentoso final.

“INCREDIBLE METAL MANIACS”

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La aparición de Rob Halford encarnando al personaje que da vida al grupo fue con relámpago, bastón en mano y “Dragonaut” ya sobrevolando todo el recinto desde el escenario. “Metal Gods” nos recordaba en presencia de quienes estábamos y “Devil´s child” despejaba cualquier duda. Y aunque los telones que tradicionalmente han contribuido a conceptualizar shows y/o pasajes de ellos están en retirada frente a la efectista y omnipresente tecnología computacional del siglo 21, hubo un salto al pasado para revisitar la apertura de “Sad Wings of Destiny” de 1976 con una sentida interpretación de “Victim of changes”. Irónico, quizá, viniendo de una banda que, lejos de serlo, no sólo ha sobrevivido a lo largo de más de cuatro décadas sino que sigue engrosando sus huestes de fieles en todo el mundo. Luego, otro salto en el tiempo (“Halls of Valhalla”, del último disco) y otro más para corear “In the dead of night, love bites, love bites”, una y otra vez, para nuevamente volver a parte de lo que nos convocó, la promoción de su último álbum (“Redeemer of souls”, que justamente fue el cuarto y último tema del disco homónimo incluido en el set list, dos canciones más tarde) con la serena pero potente “March of the damned”. No quedó fuera del viaje la estación “glam” de la banda (Turbo lover, que da nombre al disco de 1986) ni la bella “Beyond the realms of death” mientras viajábamos al espacio, a algo así como el cielo religioso, para luego volver a descender a los infiernos que rodeaban a la banda. Sólo lava, fuego y azufre cayendo desde lo alto podían ilustrar desde las pantallas canciones como “Jawbreaker”, “Breaking the law” (¿Easy Rider?), “Hell bent for leather”, “The Hellion” y/o “Electric eye”.

El Gran Metallian asomándose una y otra vez sobre la batería, encaramado en sus “orugas”, como anclando una de sus garras en el escenario, queriendo quedarse…

Casi al final, un respiro para los que sobrevivíamos en cancha al creciente “agujero negro” en que se transformaba a ratos el mosh pit de los más entusiastas, con una divagación vocal de Halford y los asistentes que no sé si fue un guiño a lo de Freddy Mercury y el respetable en Wembley y otras latitudes o nada más que un divertimento de uno de nuestros “Tres Tenores” que parecía sentirse en casa, como si el blanco, azul y rojo de nuestras banderas fuera un asunto de fraternidad metálica más que una mera coincidencia y nos convirtiera a ambos en los chilenos de Europa y viceversa.

“You’ve got another thing comin” tiene ganado su lugar en cualquier show de Judas Priest, especialmente ahora que el joven Richie Faulkner (reemplazante de K.K. Downing desde el último álbum) se “apropia” de ella llevándola hasta casi los diez minutos de duración. Y cuando parecía que todo terminaba al ritmo de ese hit “bailable” vino la pregunta del vocalista acerca de lo que los “sacerdotes” chilenos querían escuchar. Sólo tuvo que repetirla una vez más para que las imágenes apocalípticas volvieran a rodear a la banda, el “agujero negro” nuevamente creciera y las bengalas ardieran como sirenas ante el peligro: “Painkiller”, el regalo de la banda a la “increíble metal manía” local.

Cuando la luna ya había terminado de entrar a la casa de Marte y la última media hora del día comenzaba a extinguirse, “Living after midnight” nos dejó ahí, nuevamente naciendo 1980, cuando el metal británico de Judas Priest lideró lo que se dio en llamar NWBOHM y junto a otras grandes bandas gobernaron el mundo esa década.

La despedida fue con los brazos en alto y una sonrisa de oreja a oreja: tanto porque a pesar de todos los cambios (los del grupo, los del mundo y los propios) Judas Priest sigue siendo el mismo, como por comprobar que quienes aún somos parte de la procesión tras este metálico monje de aullidos lacerantes, lo hacemos sólo gracias a la Fe.


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