Gradualidad… es la nueva palabra que se puso de moda en la línea argumental del Gobierno… la gradualidad. Así definen que serán las transformaciones que se prometieron en el programa, que ya no se harán todas juntas, ni siquiera se asegura que se esos cambios se concretarán en este periodo de la Presidenta Bachelet, sino que estas transformaciones estructurales tan celebrados por los partidarios de la naciente Nueva Mayoría, deberán esperar por otros aires mientras son concretados, dependerán del bolsillo, del realismo de la economía, de la gradualidad.
Pero como tantas ideas fuerzas lanzadas por la Presidenta, esta tampoco se entiende mucho. Gradualidad hasta dónde o hacia dónde: dos años, tres, una década, un siglo… Es curioso que un Gobierno que se planteó desde sus inicios como el de las transformaciones profundas, desde los sueños y las esperanzas, termine con tanta fuerza con los pies en la tierra. Así, da la sensación de haberse desplomado desde las alturas de los ideales.
El realismo que determina el dinero fresco siempre se ha contradicho con aquellos impulsos de cambio que nacen de las convicciones profundas y de los valores que se defienden. Gobernar con la mano en el bolsillo puede resultar práctico pero con ello sólo se marca el paso y no se cimientan aquellos grandes cambios que disfrutarán las generaciones que vienen. Así, se logró terminar con la esclavitud o instaurar las leyes laicas que nos dieron brillo como República. Con estadistas que miraban hacia el futuro y no, con líderes temerosos del oleaje del presente. Gradualidad, una palabra que bien podría tener a Chile como Penélope, esperando eternamente por los cambios en la Estación…