El Iberia de Santiago -nacido en Conchalí y más tarde allegado en Puente Alto– siempre dio penita en la cancha. Durante casi un cuarto de siglo lució un registro funesto: fue colista o subcolista en la mitad de los torneos en los que participó. Primero hizo el loco en Primera -donde nunca hizo méritos para justificar su extraño ascenso en 1945- y luego vegetó de lo lindo en Segunda. Y ahí, estrujando todos los resquicios reglamentarios, se dio maña para apernarse al profesionalismo.
Desprecio absoluto: eso era lo que generaba Iberia en la prensa y los demás clubes. Nadie se explicaba cómo un equipo podía salir sistemáticamente último sin sufrir el merecido descenso al amateurismo que para tantos provincianos fue sinónimo de desaparición. A fines de los 60, el medio constató un hecho absurdo: esta institución minúscula -sin hinchas, sede social, estadio, plata o títulos- simplemente no podía bajar. Los santos en la corte, su único capital, diseñaban cada año una compleja entelequia legal para que siempre diera lo mismo su rendimiento futbolístico.
A fines de 1968, Estadio intentó explicar por qué la liguilla de descenso de Segunda se había jugado por las puras. Los “catalanes”, que apenas sumaron 4 puntos en esas 10 fechas, no bajarían: dado que alguna vez habían jugado en Primera, debían ser últimos dos años consecutivos para bajar. O sea, les bastaba eludir la cola año por medio para seguir dando bote a perpetuidad.
“Iberia constituye un caso especialísimo: arrastra el drama de no tener fútbol, pero sí el amparo de una reglamentación nebulosa. Teóricamente, el último equipo clasificado en la Segunda División debe volver a su asociación de origen, disposición que ya sería hora de modificar porque la verdad son muchos los clubes que -por fusión o simple generación espontánea- nacieron en la División de Ascenso misma y ya no tendrían adonde volver. Como los puentealtinos se defienden año por medio de la cola -el año pasado el colista final fue San Bernardo y desapareció-, ahora se queda en la Segunda División por otro año más. Nadie desciende, entonces, de la División de Ascenso. Lo que significa que esta Serie B se jugó sin asunto, por que no ha servido para nada”.
Sin embargo, esta vez la chacota no pasó colada. Con la “reestructuración” como lema, el recién asumido presidente de la Asociación Central de Fútbol, Nicolás Abumohor, decretó que Iberia y los restantes clubes capitalinos del Ascenso deberían mudarse a provincia, declararse en receso o desaparecer.
Deportes Iberia, representado por el anciano cura Gilberto Lizana, emitió una declaración categórica: no se fusionarían ni se irían a ninguna parte; a lo sumo, el club aceptaba tomarse un año sabático “para arreglar su panorama”. La respuesta del medio -una sonora carcajada- no fue la que esperaba. El receso, evidentemente, significaría en la práctica la disolución de una institución microscópica e insufrible.
Lizana entró en pánico. Y entonces se dio una tremenda vuelta de carnero: en enero de 1969 partió a recorrer Chile buscando alguna ciudad adonde llevarse el timbre que acreditaba los derechos federativos de su cupo en Segunda. Fue una oferta al mejor postor: pasó por Arica, Copiapó, Ovalle y Curicó ante la mofa de la prensa. “¿Con quién se fusiona Iberia esta semana?”, se preguntaba Julio Martínez. Se equivocaba: el cura estaba negociando un traslado bajo un esquema de “arriendo” pero sin fusión (estrategia que luego seguiría el Municipal de Santiago en Rengo).
Su última escala fue en la provincia del Bío-Bío. Ahí Iberia encontraría un hogar y por fin dejaría de ser sinónimo de apitutamiento. Eso ya lo veremos.
Foto: archivo revista Gol y Gol.