Por Héctor Muñoz Tapia
Hay que admitirlo. Anoche, la mayoría de los homenajes no anduvieron del todo bien en la ceremonia de los premios Grammy. Un decepcionante tributo a Barry Gibb y una gran “vuelta de partido” de Adele para rendir honores a George Michael quedarían definitivamente atrás con algo que llegó casi al cierre de la ceremonia: el homenaje a Prince, encabezado por Bruno Mars.
El músico, un referente para el pop de esta década gracias a su propia carrera solista como a la autoría de varias canciones para otras estrellas, ha mostrado jerarquía en más de una ocasión sus credenciales y sus habilidades. Esta vez, y con guitarra en mano, encabezó un acto en memoria de Prince junto a The Time y tocó “Let’s Go Crazy”, clásico del dispensable álbum “Purple Rain” de 1984.
Al final de la canción, Bruno Mars sorprendió al mundo entero al enfundar las seis cuerdas y despacharse un gran solo de guitarra, muy en la línea del trabajo del oriundo de Minnessota y que todos despedimos a fines de abril del año pasado. Su solo tuvo técnica. Fue limpio. Fue virtuoso sin desplegar mil notas por segundo, sino que sabiéndolas ocupar. Más que velocidad, que sí la tuvo, se las arregló para imprimir su propia huella dactilar en cada una de esas notas con un toque de distorsión. OK, desde la vereda del rock estamos acostumbrados a ver a gimnastas de la guitarra, pero un instrumentista que nos haga detener todo lo que hacemos y mirarlo atento no lo encontramos en casi ninguna esquina. Cuesta toparse con uno de ellos.
Por un instante, el muchacho aventajado del Siglo XXI que representa Bruno Mars canalizó el espíritu de Prince e hizo que todo tuviese sentido. No hay etiquetas que sean válidas a la hora de tocar una fibra cuando lo que se transmite desde un escenario es una guitarra tocada como nadie. Una nota en una de esas cuerdas produce una vibración que, de funcionar, es un verdadero milagro. Como el que vimos por televisión una noche de domingo.