Una voz prodigiosa que se apaga… Como muestra de una generación atormentada, Chris Cornell tomó el camino más absurdo e inexplicable que da la vida. En el apogeo de la madurez artística, con los escenarios aún temblorosos bajo sus pies, Cornell se esfumó entre las tinieblas de su alma, esas que tanta vez afloraron en canciones, en entrevistas, en dolores que como nadie de su propia generación supo desangrar por los micrófonos.
Surgió masivamente en los ’90, cuando Estados Unidos intentaba sacudirse de la Edad Media de las bandas olvidables de laca y tinturas, de la moralina agobiante de Ronald Reagan, de la hambruna discográfica por el éxito fácil encarnado en el pop sin sobresaltos. Pero aparecieron estos muchachos de sonrisa oscura, grunge llamaron a su movimiento, que inocularon de rabia el sosiego del consenso medieval. Cantaron con las vísceras sin buscar el éxito que terminó por asfixiarlos. Fueron tan genuinos que no les quedó otra cosa que narrar sus propios tormentos, que cantar sus propios dolores, que gritar el ahogo que nunca entendieron cómo sacarse de encima.
Chris Cornell era de los aventajados. Su talento tenía la profundidad del abismo, era un hoyo negro en medio del sol, hipnotizante y cristalino, también. Cornell, nos deja esa sensación de haber tenido en nuestra generación a alguien que supo traducir nuestros propios fantasmas. Pero, lamentablemente para él y para todos nosotros, jamás pudo caminar más allá de la bruma que terminó apagando su enorme resplandor…