Por Mauricio Illanes Naranjo
La primera vez que escuché Guns N’ Roses caminaba una noche de sábado por el centro de la ciudad en la que no nací, pero me mal crié durante poco más de quince años. Tenía dieciséis, los diecisiete ya estaban encima y faltaba sólo un puñado de días para diciembre de 1988 cuando el final de Sweet Child O’ Mine escapó de una destartalada camioneta Nissan blanca cabina simple que esperaba la luz verde.
“Where do we go? Where do we go now? Where do we go?…”.
Conocidos, amigos, amigotes… Ninguno de quienes nos turnábamos para “afirmar” el semáforo del cuadrante amplio de Chacabuco con Atacama reparó bien en el trozo de canción que, así como surgió, se esfumó en la oscuridad.
Por esos días el rock latino predominaba en Chile, aunque en varios rincones de una de las capitales regionales con más baja densidad demográfica del país, el rock con mayúsculas y el thrash metal latían con tanta o más fuerza.
Reign blood de Slayer llegó a mis oídos nada menos que a través del long play de un viejo amigo. Tardé en apreciarlo pese a que él no dejaba de escucharlo en casa de quien tuviera una tornamesa disponible. Había descubierto tardíamente a Def Leppard gracias a su enorme disco Pyromania por lo que, como muchos, también disfrutaba su último trabajo (Hysteria) alternando sus hits con los verdaderamente roqueros de sus dos primeros álbumes. Y comencé a ver a Aerosmith como la gran banda que es gracias al disco que los “resucitó” y me permitió conocerlos: Permanent vacation. Todo, a través de cassettes disponibles en las pocas tiendas musicales que había en la ciudad, donde no recuerdo haber visto nada de The Who. Ni siquiera un poster como los que sí había de Ozzy Osbourne, Iron Maiden y AC / DC junto a Soda Stereo, Los Prisioneros, Miguel Mateos, G.I.T., Virus y Los Enanitos Verdes.
La célebre banda de Londres formada en 1962 estaba lejos de mi alcance y conocimiento. Mucho más allá de The Beatles, The Rolling Stones, Led Zeppelin, Deep Purple y Black Sabbath: para mí, los más antiguos y famosos referentes de lo que ha dado al mundo en materia musical la generosa Inglaterra.
Antes, mucho antes de que eso cambiara y sólo un par de días después de esa noche de sábado, de la desaparecida tienda de discos de calle Maipú escaparon las primeras líneas de bajo de It’s so easy cuando vi por primera vez la polémica carátula diseñada por el artista norteamericano Robert Williams. Su dueño o dependiente había echado a correr el LP y, tras pasar junto a esa disquería, de reparar casualmente en la portada del cassette en la vitrina y de casi espeluznarme por lo que estaba oyendo, se me ocurrió preguntar por la música que salía de sus parlantes a un volumen superior a lo normal.
Completamente en silencio, sin hablar ni mucho menos bajar el volumen de su stereo, él levantó la portada del LP desde el otro lado del mostrador para enseñármela a lo lejos y, acto seguido, continuar con lo suyo.
“Appetite for destruction de Guns and Roses”, me respondió con un tono de voz algo soberbio y definitivamente snob que a cualquiera podría haberle hecho creer que él los conocía desde siempre.
Salí del lugar, volví a la vitrina, me cercioré de que era la misma portada del cassette y entré otra vez a la tienda para leer con dificultad el set list de ambos lados de la cinta. Sin distinguir aún el nombre de la banda del de su álbum, esperé que el tema terminara.
De haber podido, habría permanecido allí hasta escuchar el disco entero, así que mientras caminaba hacia el céntrico departamento en que vivía dejando atrás los primeros acordes de Nightrain, pensé en la forma de volver lo antes posible con los poco más de mil pesos que, según recuerdo, costaba mi reciente hallazgo, cuyo título me pareció más propio de un disco de thrash metal que de uno hard rock.
“NO”
Faltaba menos de un año para que Chile le diera un rotundo portazo en la cara a Pinochet. Muchos jóvenes de Copiarock podíamos dividirnos entre quienes pensaban que toda la música que valía la pena comenzaba con The Big 4 (Metallica, Megadeth, Slayer y Anthrax) y sus sucedáneos menos exitosos y los que estábamos convencidos de que no era necesario exigirle tanto al género femenino para animar una fiesta. De que podíamos disfrutar de su compañía, y algo más cuando hubiera suerte, al son de tres de las cuatro grandes bandas que animarán el Santiago Rock City más otras como Mötley Crüe, The Cult, los incombustibles Kiss y ,obviamente, Whitesnake, por no citar al resto del séquito glam-hair metal liderado por Bon Jovi.
Nuestra tesis: ese podría ser el “soundtrack” de la desértica fogata nocturna junto a la carretera (“El cráter”) y/o en cualquier playa de Caldera, Bahía Inglesa y sus alrededores, incluso si alguien quería bailar un poco. Lamentablemente, no siempre fue así. Muy por el contrario: la mayoría de las veces el estrellado cielo de Atacama vio cómo esa premisa fue demolida por canciones de los principales exponentes del llamado rock latino.
Pese a ello, o quizá por lo mismo, de regreso en la tienda, absolutamente decidido a llevarme el cassette de mis “nuevos- mejores-amigos” y ajeno al zapping por ambos lados del LP a cargo del vendedor, quien así parecía querer cerrar una venta a todas luces asegurada, latía en mí la intuición de que el hard rock efectivamente podía ser más duro y roquero de lo que hasta ese momento habían demostrado algunas de esas bandas. Pero no como fórmula para elaborar dos o tres singles con sobreproducción de arreglos, voces e instrumentales y sumarla a una balada potente con el fin de conseguir los resultados obtenidos por las más vendedoras, sino como actitud y puesta en escena previa a ventas que sin duda alguna vendrían por añadidura.
La confirmación de ese pálpito llegó al año siguiente con el álbum Lies (1988) de la misma banda y su “encarnación” definitiva, tres años más tarde con Use your Illusion (I y II): disco doble que la llevó de gira mundial, la trajo por primera vez a Santiago de Chile aquel inolvidable 2 de diciembre de 1992 y con el que Guns and Roses terminó por opacar a la comparsa de grupos similares que se arrimó a su sombra durante la segunda parte de los ’80 con el fin de hacerse un lugar en el mercado de la época. Uno que estaba por experimentar un cambio radical a raíz de lo que se fraguaba en Seattle (la movida grunge) y a nivel global mediante internet y el intercambio gratuito de archivos de audio (Napster), desde comienzos y hacia fines de los ’90, respectivamente.
2017: EL AÑO QUE HAREMOS CONTACTO
Justo al comienzo de esa década (1990) llegó a mis manos la cinta Stairway to heaven, Highway to hell: una buena compilación de covers de temas clásicos interpretados por grandes estrellas. Purple Haze, de Jimmy Hendrix, por Ozzy Osbourne; Move over, de Janis Joplin, en la voz de Tom Kiefer (Cinderella); Holiday in the sun, de Sex Pistols, desgarradoramente revisitada por Sebastian Bach (Skid Row)…
John Bonham, Bon Jovi y Mötley Crüe fueron otros de los convocados a armar una antología sonora notable en la que sólo dos grupos aportaron igual número de temas para su reinterpretación: Led Zeppelin y The Who, con I can´t explain y My generation, cubiertas por Scorpions y los rusos Gorky Park, respectivamente.
Un “detalle” que llamó mi atención en torno a un grupo desconocido para mí y que, obviamente, quise conocer más… Aunque siempre con las “limitaciones” propias de una época anterior a internet y a la globalización.
Ese año también vi el VHS del Moscow Music Peace Festival gracias a un ex compañero de curso que vivió en EE.UU. en 1989 por intercambio estudiantil. Casi dos décadas después, leyendo “The Dirt” (Autografía de Mötley Crüe), supe que ese álbum editado por la Make a Difference Foundation para conmemorar los 20 años de Woodstock, hoy es testimonio de una enorme campaña de relaciones públicas desplegada por Doc McGhee –por esos días manager de Bon Jovi y Mötley Crüe-, con el fin de demostrar su arrepentimiento y significativa contribución social antidrogas para no ir a prisión por su responsabilidad en la internación de las mismas a gran escala a EE.UU.
En 1997 volví a saber “algo” de la banda a propósito de su reunión para celebrar su 25° aniversario, participar en el Live Aid y girar con su disco Quadrophenia, grabado en 1973. A esas alturas, Guns and Roses era una banda disuelta que sumó a su breve legado un álbum de covers súper ventas (The Spaghetti Incident) y una buena versión de Sympathy for the devil para la película Entrevista con el vampiro en 1993 y 1994, respectivamente. Aerosmith hacía gala de su más que exitosa sobrevivencia con su disco Nine Lives, tras su álbum compilatorio Big ones (1995), Pump (1989) y Get a grip (1993), con el que se enseñoreó en MTV mediante videoclips como Livin’ on the edge, Amazing, Cryin’ y, principalmente, Crazy. Y Def Leppard se despedía definitivamente de su sonido original para perseverar en uno más propio de sus discos Hysteria (1987), Adrenalize (1992) y Slang (1996), que obtuvo buenas críticas pero no el mismo éxito comercial de los dos anteriores.
Superada la pirotecnia materialista que caracterizó a la “era Reagan” y la introspección nihilista de los ’90 como extremo (est)ético hacia el cual osciló con fuerza el péndulo de la historia, pareciéramos estar rumbo a la síntesis espiritual de ambas décadas en mezcla con las de las primeras de este tercer milenio. Una de consolidación de la “Aldea Global” vía internet, que ha registrado el accidentado aunque exitoso renacimiento de “una de las bandas más grandes de la historia” (The Who, según el actor y vocalista de Tenacious-D, Joe Black), la esperada y lucrativa resurrección de Guns and Roses, el comienzo de la despedida de “los chicos malos de Boston” (Aerosmith) y el macizo testimonio en vida de amistad, resiliencia, actitud y reinvención de los “díscolos-súper-ventas-de-la-New-Wave-British-of-Heavy-Metal” (NWBOHM), Def Leppard.
Desde ambos lados del Atlántico, todas han contribuido en distinto grado a la historia del rock, pese a la pérdida mortal de tres de sus miembros (Keith Moon y John Entwistle en The Who; y Steven Clark, en Def Leppard); vendido individual y conjuntamente varios centenares de millones de discos alrededor del mundo y seguido inspirando a nuevas bandas de diversas latitudes.
La que más espero, una de tres cuyos shows jamás he visto en vivo: The Who (“Escoltándola a codazos”entre sí: Aerosmith y Def Leppard).
Limp Bizkit la “homenajeó” con un buen cover de Behind blue eyes (1971) para la película Gothika. Tal como muchos otros grandes, Joe Black hizo lo propio en otro film: Escuela de Rock. Steve Harris “salió jugando” con ellos cuando quisieron hacerlo elegir entre los Beatles y los Stones. Y los años e internet me permitieron conocerla y profesarle mi admiración en la soledad de mi escritorio. Sólo me falta hacerlo en vivo y en directo.