Recordamos al líder de Nirvana en días en que se cumplen 25 años de su muerte.
“Jesus don’t want me for a sunbeam / ‘cause sunbeams are not made like me” (Jesús no me quiere como un rayo de sol / porque los rayos de sol no son como yo)”, The Vaselines
Por Tabaré Couto
PARA LOS QUE ya cruzamos el ecuador del medio siglo de nuestras vidas, Kurt Cobain fue el primero de los nuestros que murió joven. El primer muerto de nuestra generación.
O, al menos, en aquel abril de 1994, la muerte de Kurt fue la primer pérdida de un rocker de los años 90, con verdadera trascendencia mundial que pasaba a engrosar una estadística fatal, estúpida y mitológica: la de los muertos jóvenes en el rock and roll. Más próxima a la de Sid Vicious que a la de Jim Morrison, la muerte de Cobain dejó un vacío tremendo e inauguró un enorme signo de interrogación en el universo rockero de los años que teníamos por delante, y que tan solo parcialmente pudieron cubrir Eddie Vedder o Chris Cornell y su bandas.
La impronta, evidentemente punk del espíritu de Cobain y su suicidio, a diferencia de la sobredósis del bajista de los Pistols que acabara con su vida a los 21 años y más allá del aspecto simbólico que los emparentó, marcaba como gran diferencia, sin embargo, que Kurt poseía un talento artístico, por momentos aún en bruto y en ocasiones certero y delicado, que Sid Vicious nunca demostró. Porque aunque Pearl Jam, Soundgarden y tantos grupos surgidos de aquella oleada de Seattle y alrededores, lograran configurar propuestas sólidas e interesantes, lo de Cobain y sus Nirvana fue material de vanguardia, de punta. Kurt escribió “Smells Like Teen Spirit”, una de las mejores canciones que el rock and roll ha dado en 25 años -más proviniendo de una banda nueva: el vértice creativo de un iceberg que, contrariamente a amenazar con derretirse, se proyectaba en una expectante metamorfosis, mutación y/o evolución que fue dramáticamente truncada por su suicidio.
Kurt tuvo el talento para idear, sufrir e interpretar ‘Nevermind’ así como para revisitarse a sí mismo con más vehemencia en ‘In Utero´ y en esbozar sus matices (y contradicciones) con el ´MTV Unplugged’. En ese entonces, su futuro artístico, es verdad, era una gran incógnita, pero al mismo tiempo una gran esperanza. De sus contradicciones uno podía esperar grandes resultados pero, sobre todo, y más allá del éxito comercial circunstancial: intuía que de su pluma surgirían buenas canciones. Su angustia existencial la volcaba en estructuras pop melancólicas, endurecidas y desconsoladas. Ese espíritu era su sello de fábrica. Hardcore melódico, definieron algunos. Grunge, sentenció la mayoría, con el peligro que una etiqueta tan poco nítida provoca. Qué más da el empaquetado. Cuando no se profundiza en el por qué de una canción y se bucea en su alma, el análisis ayer -simplista, hoy wikipedista o twittero- termina siendo débil e incompleto.
AQUEL OTOÑO DE 1994 los medios no especializados titularon sobre la muerte de Kurt Cobain regodeándose en el inevitable destino trágico de un pobre niño de clase media deprimido que al volverse multimillonario, y en una muestra clara e indisimulable más de la maldición que conlleva ser un rockero anárquico con la cuenta bancaria desbordada, no lo pudo soportar. Los jóvenes y adolescentes de aquel abril del 94 mirábamos de reojo la portadas de los diarios y bajábamos nuestra vista al imaginar el tiro en la sien de Kurt. La prensa ignoró ese gesto. No escuchó ni antes ni después el grito de auxilio de una generación. Ni el disparo de Kurt les llamaría la atención. De alguna forma, para muchos de nosotros la muerte de Kurt no fue sorpresiva. Aquellos adolescentes y jóvenes cabizbajos del año 1994, shockeados y huérfanos de su líder, intuíamos que los suicidas suelen anunciar el disparo, tanto como el salto al vacío o el tajo en la muñeca. Y Kurt no fue la excepción. De todas formas, por muy previsible o anunciada que fuese la muerte de Kurt, nunca se pudo preveer ni evitar sentir el vacío que produjo en una generación que no había contado ninguna muerte -de tal impacto global- entre los suyos. Entonces parecía obvio, obscenamente obvio, echarle la culpa del suicidio de Kurt únicamente “al sistema” que lo había agobiado por su éxito, y a las drogas que prácticamente lo tenían fuera de control. Con el paso del tiempo, pareció entenderse de mejor forma que la presión del éxito fue para Cobain simplemente un factor más para agregarle incomodidad a un alma profundamente atormentada. Y la heroína fue la gota que desbordó el vaso de la inestabilidad sicológica personal. Ante un hombre deprimido, auto presionado y obnubilado en su viaje particular, el disparo sonó como algo inevitable y hasta predecible. La vida de Cobain parecía ser como cuando juegas con las piezas de un dominó para que una arrastre a la otra en una fila interminable de sucesivas caídas. Una avalancha milimétrica en donde una pieza empuja a la otra y nadie puede frenar la cadena que desata la tragedia final. Pero el accionar de la caída no se produce por el movimiento de una sola pieza. Todas y cada una de ellas influyen en el resultado final. Así parece que sucedió con Kurt. El no supo cambiar de juego a tiempo. O no quiso hacerlo.
KURT ERA, EVIDENTEMENTE, una persona sumamente contradictoria. Parecía no creerse su rol de rock an roll star tras su éxito masivo pero vivía como tal y daba la impresión que lo interpretaba a gusto y a fondo, incluso al límite de sus posibilidades físicas y sicológicas. Sus problemas físicos, sus trauma infantiles, su turbulenta relación con su esposa o con sus compañeros de banda, su adicción la heroína, su auto creída responsabilidad como líder de toda una generación de rockeros jóvenes, un dealear inescrupuloso y vaya a saber uno qué estado de ánimo ocasional -claramente, una profunda depresión- le llevaron a apretar el gatillo.
Pero puede existir otra visión -más benévola con el personaje y al servicio de una imagen absurdamente romántica de la historia oficial del rock- del suicidio de Cobain. Según se desprendía de su mensaje final: una clara intención de no oxidarse de viejo, de no sufrir más y de marcharse rápido de un mundo que no lograba comprenderlo y que él -el artista sensible- no era capaz de disfrutar, a pesar del éxito, de su hija y de estar -supuestamente- haciendo lo que más le gustaba: música.
Varias enciclopedias del rock apuntalan este relato. Los fabricantes de merchandising lo aplauden. Yo también lo adhiero… en parte. Porque no lo piensen dos veces: la decisión de Cobain también puede tomarse como un acto desesperado de abandono y cobardía. O como la última jugada de un actor que se compenetró demasiado con un personaje que no pudo controlar y al que ya nadie podrá superar en su actuación, al menos en su generación. Ese disparo fue su última gran broma. Su triste venganza.
25 AÑOS DESPUES extrañamos a Kurt. Es casi un recuerdo vintage. No ha aparecido nadie con su talento primitivo y su impacto mundial. Y aún “Smells Like Teen Spirit” sigue sonando como un antes y un después en el mundo del rock de los últimos años. Un himno de una generación que mezcló apatía con sentimientos radicales y que muchas veces se dejó caer como esas fichas de dominó, porque sentimos que la partida ya está perdida de antemano. Una generación que se nos fue escurriendo entre las manos y no pudimos o no supimos detener, salvo excepción, en su caída, en su ocaso.
Al recordar a Kurt, muchos miraremos al suelo. Otra vez. Recordaremos al primero de nuestra generación que se murió tan joven. A aquel ángel triste que escupía furia eléctrica contra la desidia juvenil y el sistema. Y nos preguntaremos una vez más -sin respuestas- si Kurt al apretar el gatillo estaba siendo sincero consigo mismo y su público. O si esa fue su mayor traición.