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Pedro Aznar y Manuel García en vivo: libres dentro de una canción

Las impresiones de un show de una sociedad que le dio cuerpo, alma y sentido de vida a esas pequeñas obras maestras llamadas canciones.

Hector Muñoz |

Las impresiones de un show de una sociedad que le dio cuerpo, alma y sentido de vida a esas pequeñas obras maestras llamadas canciones.

Por Tabaré Couto

ES SABADO. La mañana amenaza con un día frío y gris. Al correr de los minutos, asoma el sol. Salimos por un desayuno fuera de casa con mi mujer. El calor amenaza con destruir los pronósticos. Capuchino y planificación de un viaje. Hablamos, incluso, un poco del trabajo. De esa sensación de dar vueltas en un círculo sin avanzar. De tener paciencia y de nuestros hijos. Cae vencido el sol. Triunfan los meteorólogos: quizá hasta puede que llueva. Ella me recuerda: hoy toca Manuel García con Pedro Aznar. Vamos por esas canciones con nuestra hija. Por qué no, pienso. En tiempos de tanta rapidez, de todo al alcance de un click y luego de otro, y de otro y de otro y de todos esos clicks tan rápidos que ya ni alcanzamos a llegar a clickearlos en una computadora, o en un notebook, para hacerlo -antes, más rápido, ahora, ya, mientas desayuno, voy al baño o escribo- en el teléfono… En estos tiempos tan veloces, donde la tecnología nos seduce y todo lo queremos hacer ahora y ahora y nuevamente ahora, llega un momento en que no me acuerdo por qué llegué aquí y cuándo y cómo hice el primer click para escuchar o conseguir una entrada para ver a Pedro Aznar y Manuel García… bueno, en estos tiempos que son más los de mi hija y menos los míos, o que, mejor dicho, por obvias razones yo tengo más para mirar hacia atrás y menos para observar hacia adelante, no es mala idea planificar ir a escuchar las nuevas canciones de Manuel García con Pedro Aznar, o de Pedro Aznar con Manuel García, en esta noche de un sábado que empezó otoñal, amagó con ser primaveral y terminará invernal.

NO VOY A HACER una reseña del show de Pedro Aznar y Manuel García en el Movistar Arena el pasado Sábado 25. Vayan a verlos cuando puedan. Solo les diré eso, porque, insisto: no voy a hacer una reseña. No tengo ni ganas ni puedo estar a la altura. Hace rato que abandoné la posibilidad de traspasar a palabras exactamente todos los detalles de un show. Además, en youtube podrás ver lo que yo nunca podré describirte acertadamente, aunque youtube nunca logrará transmitirte lo que yo  -y algunos miles más- sentí(mos) esa noche. O tú mismo, si estuviste ahí. Incluso si estuviste distraído por intentar captar con tu celular lo que solamente tenías que disfrutar en ese momento único e irrepetible que son los shows en vivo.

¿CUAL ES LA DIFERENCIA entre un show correcto, impecablemente ejecutado o perfectamente desarrollado y un show memorable? Probablemente el secreto radique, más allá de la calidad intrínseca de las canciones y las interpretaciones, en la intensidad emocional y anímica que los músicos le impregnen a esas canciones esa noche.  Y en lograr la conexión  (casi) espiritual de un triángulo de energía invisible entre canciones-intérpretes-audiencia. Para que, como con una chispa adecuada, se logre encender la llama en el instante preciso y así arda un fuego intangible que hasta ese momento no existía, entre esas canciones, sus intérpretes en vivo y  la comunión especial con el público. Esa es la diferencia entre un buen espectáculo en vivo y un momento extraordinario. Porque difícilmente puedas repetir la emoción, atraparla en un DVD, en un celular o en una transmisión streaming. Aplaudo todos los formatos para acercarnos esa música en vivo y romper las barreras del tiempo y del espacio, y hasta de la incomodidad física… Pero el mejor receptor de todas esas sensaciones sigue siendo nuestro propio cerebro decodificando en vivo y en directo, ¿o debo decir, nuestro corazón?

LAS CANCIONES ESTAN VIVAS. Son mutantes que alteran nuestros estados de ánimo. Seres vivientes que se desnudan y materializan en nosotros para modificar nuestras vidas.

¿Dónde está el límite que separa nuestro diario vivir de aquellas obras que los artistas representan como visiones, reflejos o meras deformaciones de esas mismas vidas reales transformadas ahora en canciones?

¿Cuál es la frontera entre aquello que los músicos (que aún nos emocionan) ofrecen a su público para transformar sus vidas y lo que el público les exige para no sentirse defraudado?

¿Dónde está y cómo cruzas ese límite (de ida y vuelta) cuándo ya no tienes punto de retorno?  No siempre que uno disfruta, vive o apenas se deja acompañar por una canción se permite el tiempo o tiene la paciencia para hacer estas u otras preguntas -probablemente- sin respuestas contundentes al alcance de la mano.

¿Dónde está el límite entre lo que quieres vivir,  lo que realmente es tu esencia y lo que las canciones te proponen podrías o deberías ser?

No lo sé.

¿Dónde está el límite entre nuestras vidas ordinarias, comunes, condenadas al anonimato eterno y esas historias de verdad inmortales, terribles e indestructibles, que pueden ser  tan estúpidas como brillantes, que conforman nuestras canciones preferidas?

Tampoco lo sé.

Pero tengo una sospecha creciente: para mí ya no existe esa frontera. Y si existió, una vez que la traspasé, no logré saber dónde quedó la línea divisoria entre mi vida natural y lo que esas canciones le incorporaron para hacerla diferente.

EN TIEMPOS DE VULGARIDAD en cantidades descomunales el espectáculo de Pedro Aznar y Manuel García es un privilegio y un oásis de elegancia y buen gusto, de sensibilidad poética y amor por la belleza hecha canción. Probablemente es un grito aislado contra corriente, contra modas, contra el negocio. Quizá sea un momento de ingenuidad utópica que no queremos perder . Una ilusión inocente en un mundo que gira para otro lado. Un oásis que, por supuesto, no es ese sitio idílico con palmeras y agua fresca que nos imaginamos en medio del desierto entre alucinaciones y sí es un pedazo reseco de tierra árida y descampado que soñamos diferente. Pero da igual. Es un espectáculo para darse un tempo en medio de la adicción a la rapidez. Un momento para que el silencio acompañe los respiros en medio de una canción. O que la canción sea a-capella en medio de un recinto gigante que reclama llenar cada espacio de su mole de cemento con sonidos impecables. Donde el medio y el mensaje sean uno solo. Donde el futuro sea nuestro pasado y nuestro presente, y qué importa. Donde nos reconozcamos viejos pero podamos llevar a nuestra hija de quince años y no se duerma, y de regreso a casa escuche esa canción y la otra y le despierte esa curiosidad y esa otra y aquella también. El show de Pedro y Manuel no es solo un abrazo de hermanos, es un momento de comunión y vínculo atípico y atemporal en un mundo que parece girar en otras direcciones. Es una apuesta tan antigua que se vuelve moderna. De una impronta clásica que tiene un futuro prometedor. Un show que habla de dinosaurios, manueles y amandas, canciones del mañana, jaulas que son un plan para cuidar la libertad de los pájaros, cinco siglos de maldiciones y cactus. Un show que es tierno y triste, esperanzador y terrible, que te mece desde el jazz al rock, del folclore y la música urbana latinoamericana al pop y desde la luz a la oscuridad pero que, siempre al final, nunca jamás te dejará caer.

NO SE CUANTAS VECES en mi vida un verso envuelto en una melodía perfecta bajo un ritmo sublime me empujó hacia atrás cuando el camino por delante era el precipicio. Cuántas veces mi soledad fue menos terrible, mi tristeza más llevadera, mi alegría mejor acompañada. O cuántas veces, parafraseando a Enrique Bunbury: fuimos libres dentro de una canción.

El sábado pasado Pedro Aznar y Manuel García, le volvieron a dar cuerpo y alma, sentido de vida, a esas pequeñas obras maestras llamadas canciones. Y eso, en estos tiempos que corren y en un día que empezó otoñal, amenazó con ser primaveral y terminó invernal, no es poco. Todo lo contrario.

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