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COLUMNA // Correr el tupido velo

Lo que ocurra de aquí en más ingresa en el terreno de lo impredecible, en un deporte que ya es imposible de predecir.

Hector Muñoz |

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Lo que ocurra de aquí en más ingresa en el terreno de lo impredecible, en un deporte que ya es imposible de predecir.

Por Cristian Arcos, As.com

La crisis política, social y ética que golpeó al país este año será recordada en los libros de historia. Los periodistas somos cronistas de nuestro tiempo y estamos obligados a dejar testimonio de aquellos hechos que nos toca vivir como ciudadanos desde una perspectiva particular: la comunicación. Eso es un privilegio y una responsabilidad.

Pasa lo mismo con el torneo de cadetes que simplemente se dio por terminado. Además de la evidente injusticia deportiva y el daño a jóvenes que están en períodos de formación, varias instituciones despidieron a sus técnicos y preparadores físicos. Esos clubes, esas sociedades anónimas que toman esas medidas, demuestran realmente lo que son: una empresa que busca solo producción y esquivan lo más importante, la formación futbolística y valórica de sus bisoños jugadores. Si ven el fútbol como una empresa que debe arrojar resultados inmediatos, hay que decirles que se equivocaron de negocio. La sugerencia es que lleven su capital a otra parte, porque no sólo perderán dinero, sino que le hacen daño a la actividad.

El regreso del fútbol ha tardado, además, porque la mayoría de los estadios en Chile son municipales. Las sociedades anónimas no han invertido en nuevos recintos. Les sale más barato pagar el arriendo o el comodato. Si las autoridades locales se pusieran de acuerdo y decidieran cerrar los estadios que les pertenecen, sólo quedarían los recintos de Colo Colo, Universidad Católica, Unión Española, Huachipato en Primera División. Demasiado poco.

Varias barras han amenazado con no permitir que el fútbol se juegue, lo que a todas luces aparece contradictorio con el mismo movimiento social que dicen apoyar. ¿Se traicionan las demandas sociales jugando al fútbol? No lo creo, como no se traicionan las demandas cuando cualquiera de nosotros acude su lugar de trabajo, muchos a tratar de dar la pelea desde adentro. No hay ánimo de jugar, eso ya lo dijimos, pero impedir que se juegue es otro asunto. Los futbolistas que ganan mucho dinero son pocos, muy pocos. La pelota debe rodar para que el beneficio llegue al resto, a los más despojados. Los clubes, para bien o para mal, dependen del dinero del CDF. Sin fútbol ese mismo contrato corre riesgo.

Si alguien quiere manifestarse dentro o fuera del estadio, no sólo está en su derecho sino que sería saludable. Es más, desde el punto de vista estratégico, realizar una manifestación pacífica en el estadio le daría una visibilidad mayor e inevitable. Los mismos jugadores podrían manifestarse también. De hecho todos los planteles desean hacerlo. Si no quiero ir al estadio, esa decisión también es un mensaje. Si me pongo de espaldas y no veo el partido, también. Hay cientos de formas de dar la pelea, desde adentro. Seguir la lucha, tratando de cambiar el mismo sistema estando en él. Jugar no es ser cómplice o insensible. Porque todos los que aseguran que no dejarán que se juegue, imagino que tampoco permiten que se desarrollen sus respectivos trabajos. ¿Por qué impedir el fútbol y no otras actividades? No he visto a nadie fuera del cine protestando porque exhiben películas. Hubo recitales y a nadie le molestó. Entre ellos el de Patti Smith, una referente mundial del punk y la contra cultura, no precisamente un emblema neo-liberal. Y no hubo llamados a boicotear. ¿Por qué en el fútbol sí? Una actividad donde pocos clubes, muy pocos, registran recaudaciones o aforos que superen las 8 mil personas en promedio.

De pronto, el fútbol les importa demasiado. Quizás nos estamos convirtiendo en un país futbolizado. Ojalá fuera eso. Pero, sinceramente, no lo creo.

No estamos en presencia de una revuelta. Estamos viviendo una refundación republicana.

Como todo movimiento social que estalla, las causas para esta rebelión son múltiples, acumuladas por años y décadas, ocultas con sigilo bajo la alfombra, para que se viera lo menos posible. Pero esos resabios no desaparecían, tan solo se acumulaban en un lugar incómodo. Vivimos demasiado tiempo normalizando y permitiendo situaciones abusivas. Eran tan frecuentes, tan reiterativas que las aceptamos como parte del paisaje. Lo que hizo este movimiento social fue correr el tupido velo.

El fútbol chileno no fue la excepción.

No hay ánimo de jugar, eso es indiscutible. El entusiasmo se disipó entre los futbolistas, los hinchas, incluso entre los reporteros. Lo que ocurra de aquí en más ingresa en el terreno de lo impredecible, en un deporte que ya es imposible de predecir. Es imposible hablar de táctica, partidos, rivales, calculadoras, descensos o ascensos. Suena extemporáneo. Casi frívolo. Pero hay que hacerlo en algún minuto, manteniendo la certeza que nuestras prioridades individuales y colectivas están en otra parte.

Uno de los elementos que quedó al desnudo en este período es la precarización del trabajo alrededor del fútbol. Mucha gente vive en torno a la industria y han visto afectada profundamente su vida y sus bolsillos. Guardias de seguridad que cobran por partido, concesionarios de los estadios, vendedores, transportes, técnicos, mucha gente que trabaja sin regulación alguna. Hay trabajadores que firman un contrato antes de empezar su jornada y los finiquitan ese mismo día, tarde en la noche. Se cumple con lo legal, pero la dimensión ética es, al menos, cuestionable. Muchos dicen que el fútbol debe volver para que ellos cobren y es cierto. Pero ojalá que cuando regrese, en este nuevo Chile, se mejore su precaria condición laboral.

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