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El día en que el hombre blanco hetero montó una orgía de odio

Hace 40 años un locutor de 24 años congregó a 50.000 personas en un estadio de béisbol de Chicago. ¿El objetivo? Quemar vinilos de 'música disco'. ¿Lo que ocurrió? Algo que nos puede recordar a lo que vivimos hoy.

Hector Muñoz |

disco odio

Hace 40 años un locutor de 24 años congregó a 50.000 personas en un estadio de béisbol de Chicago. ¿El objetivo? Quemar vinilos de ‘música disco’. ¿Lo que ocurrió? Algo que nos puede recordar a lo que vivimos hoy.

Por ElPais.com

Allí estaba todo. Blancos contra negros, heterosexuales contra homosexuales, rockeros contra fans de la música disco, conservadores contra progresistas. Una especie de aquelarre de odio. Ocurrió hace 40 años, pero hoy algunos fantasmas de aquello han vuelto a aparecer.

El de 1979 fue el último verano de la música disco. Su final fue inesperado y repentino. Se achaca a algo que se llamó Disco Demolition Night. Pero para entenderlo hay que hacer un poco de historia.

La música disco, un estilo nacido a mediados de los setenta como una reivindicación de la libertad, se había convertido en moda a partir del estreno de Fiebre del sábado noche en 1977, y finalmente en apisonadora todopoderosa. “El disco en los setenta se rebela contra el rock de los sesenta. Es la antítesis del aspecto normal, los sentimientos reales, la seriedad, las canciones confesionales, la sinceridad, las pretenciosidad y el dolor de la anterior generación. El disco es artificial y exagerado. Adora la fantasía, la moda, la frivolidad y la diversión. La década de los sesenta fue despiadada y romántica; el disco es elegante y artificial, valora la forma más que el fondo, la acción más que el pensamiento. Los años sesenta fueron un viaje mental (marihuana, ácido). El disco es un viaje físico (quaaludes, cocaína). En un trip de los sesenta veías a Dios en un grano de arena; en un viaje disco ves a Jackie Onassis en Studio 54”, escribía el periodista Andrew Kopnick en The Village Voice en 1978.

Entre diciembre de 1978, cuando Le freak, de Chic, llegó a lo más alto de las listas de sencillos desbancando un dueto de Barbra Streisand y Neil Diamond, hasta la última semana de agosto de 1979, todos los número uno estadounidenses salvo uno fueron canciones disco. Y en aquel momento un número uno significaba cientos de miles de ejemplares despachados. Todo el mundo hacía disco: los Rolling Stones lanzaban Miss you y Rod Stewart Do you think I´m sexy? Había álbumes de música clásica en versión disco y hasta los teleñecos lanzaron dos álbumes disco. En EE. UU. se habían abierto 20.000 discotecas que necesitaban novedades continuas. “Inflar a artistas faltos de talento con una dosis de cháchara se convirtió en norma de la industria discográfica durante el boom disco”, escribe Peter Shapiro en el fundamental La historia secreta del disco, editado en español por Caja Negra.

El éxito comercial, sostiene Shapiro, había significado el fin de la relevancia artística, pero sobre todo social, de un movimiento que había dado voz a colectivos marginales. La música disco había nacido como la forma de expresión de gais, latinos, negros, mujeres… Había unido a las trans que habían salido a la luz tras los disturbios de Stonewall de 1969, con los militantes de la Costa Oeste. A las drags con las feministas. Era un negocio que movía miles de millones de dólares, pero también era el triunfo de los despreciados por la mayoría blanca.

Ese dominio fue extremadamente mal asumido por aquellos a los que desbancó. Y así surgió la discofobia. Un fenómeno que unía a los fans de Judas Priest y AC/DC con los punks y los fanáticos del country. “Discofobia es la revuelta de los chicos blancos que opinan que la música disco apesta”, resumía The Village Voice en otro artículo de 1979.

Así estaban las cosas cuando un día, Michael Veeck, jefe de márketing de uno de los grandes equipos de la liga estadounidense de béisbol, los Chicago White Sox, escuchó en la radio de su coche a un locutor de 24 años, Steve Dahl (California, 1954), jurando odio eterno a la música disco. Meses antes, Dahl había dimitido de otra emisora el mismo día en que el director le informó de que solo se programaría música disco.  Utilizó su nuevo programa en otra estación para vengarse de su antiguo jefe, y lo que es más importante, del sonido disco. Para Dahl la música disco transformaba a las masas en muertos cerebrales que bailaban.

https://youtu.be/I1CP1751wJA

Aquel chico aprovechó la ira latente. Y la discofobia pronto se difundió por todo el país.

A Veeck, que amaba el espectáculo tanto como odiaba el disco, se le ocurrió contar con Dahl para montar lo que llamaron Disco Demolition Night (La noche de la demolición de la música disco). La idea era sencilla: el 12 de julio de 1979 todo el que trajera un vinilo de música disco para ser destruido entraría en Comiskey Park el estadio de los White Sox, por menos de un dólar para ver el partido del equipo de Chicago contra los Detroit Tigers.

Hasta el anuncio del evento la venta no había ido especialmente bien. Pero, gracias al apoyo de Dahl en la radio, las 50.000 entradas se agotaron. El día del partido fuera del estadio había unas 15.000 personas sin entrada, pero con vinilos de Donna Summer, Chic o Village People dispuestos para lanzarlos a la hoguera.

Cuando llegó el descanso y Steve Dahl salió al campo vestido con ropa militar y un micrófono, las gradas estaban llenas de borrachos. “Pedían sangre a gritos como romanos en el Coliseo», escribe Shapiro. Y fue un circo romano. A la vista de la turba había un contenedor lleno de discos, unos 10.000, aseguran. Dahl contó hasta tres y, entonces, explotó. Trozos de vinilo volaron por los aires, cubriendo todo el campo. Aquello desató la histeria colectiva. El público invadió el campo eufórico, incontrolable. Gritaban, se abrazaban como si efectivamente hubieran ganado una guerra. Incluso encendían sus propias hogueras para quemar más vinilos. Solo la aparición de la policía a caballo consiguió despejar el campo.

Solo hay que ver las imágenes para darse cuenta del tipo de persona que participó en aquel disturbio. Abrumadoramente hombres blancos jóvenes, muchos de ellos con camisetas donde se lee: «Disco sucks» (La música disco apesta). Desde ese momento, la interpretación de aquel fenómeno se ha dividido en dos grupos. Muchos lo ven como una fiesta homófoba y racista. Según esa visión, al quemar los discos ardían metafóricamente sus fans. Entre los que lo niegan está su mismo organizador. “Estoy cansado de defenderme de las acusaciones de ser un homófobo y racista por estar al frente de Disco Demolition. Fue solo una acción concreta. Ni racista, ni antigay. Solo niños meándose en un género musical. Eligieron permanecer fieles a las bandas que proporcionaron el telón de fondo a sus vidas”, escribió Dahl.

Quizás resulte familiar el argumento. Volver al momento en que eran grandes. El hombre blanco hetero se había sentido de repente marginado. “Para los homosexuales, el disco pudo ser parte de una agenda de inclusión. Nuestro rechazo fue solo una acción impulsiva. Queríamos declarar que nuestra música nos importaba, que no íbamos a ir a ningún club que no respetara nuestras raíces. Es el derecho de cada generación a declarar: ‘Así soy yo’.  Reclamamos el derecho de bailar a nuestro ritmo, incluso si es solo sacudiendo la cabeza. No se planeó hacer daño a nadie, nadie fue herido”, añadió Dahl.

En resumen: el macho alfa se siente amenazado porque cree que se está arrinconando su cultura. Se siente víctima de una invasión. Pero, aseguran, no tienen nada contra los colectivos que están detrás de lo nuevo, en este caso, la discofobia, los negros y los homosexuales. Ese es un dato irrelevante, afirman. El problema no es quién sino qué. Lo que hacían (los falsetes, los zapatos de plataforma, las boas de plumas) simbolizaba para ellos que EE. UU. se había vuelto un país débil y blando. Y no iban a dejarlo pasar así como así.

El Disco Demolition Night ocupó las noticias durante días. Pronto surgieron imitadores por todo el país que exhibían con orgullo su odio a la música disco. Y aquello significó un cambio en los gustos del público. En agosto de 1979, un mes después del Disco Demolition Night, la canción de pop enérgico My sharonna, de The Knack, conseguía el puesto número uno en las listas de sencillos. La música disco volvió a las catacumbas de las que saldría años después convertido en house. Pero esa ya es otra historia. La sociedad también estaba cambiando. En 1980, el demócrata Jimmy Carter perdía la presidencia frente al republicano Ronald Reagan y empezó la revolución conservadora.

Steve Dahl, el locutor de radio que provocó aquel aquelarre, tiene hoy 64 años, tres hijos y nueve nietos, y vive a las afueras de Chicago. Lleva casado desde 1978 (¡un año antes de su día de gloria!) con Janet, una abogada ya jubilada. También ha librado una dura batalla contra su alcoholismo. En 1995 dejó de beber definitivamente. Dahl ha seguido ligado a la radio durante 40 años. Ha tenido una carrera discreta con algún pico, como el programa Steve and Garry Show, con el cual consiguió entrar en el National Radio Hall of Fame. Actualmente dirige The Steve Dahl Show, un programa de rock, deportes y entretenimiento.

A día de hoy, no se ha arrepentido de aquel Disco Demolition Night.

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