‘Parásitos’, triunfadora de los Oscar, se inscribe en la tradición literaria y cinematográfica del arribista como exponente de la lucha de clases.
Por ElPais.com
La noticia cinéfila de la semana es que Parásitos, una película surcoreana, ha obtenido el mayor galardón cinematográfico de Estados Unidos. Hasta la saciedad se ha comentado que es la primera vez que una producción con diálogos en una lengua diferente a la inglesa se ha impuesto a los pesos pesados de la industria más poderosa del mundo. Aún es pronto para saber si esto será un hecho aislado o un síntoma de una tendencia nueva, así como para saber de qué tendencia hablamos, aunque seguramente tendrá algo que ver con la nueva hegemonía propiciada por las plataformas globales de producción y distribución por streaming. El año pasado, otra película “extranjera” (ahora se ha cambiado oficialmente la denominación a película “internacional”), Roma, centrada en una trabajadora doméstica sumisa y sufriente, subyugada por la familia rica a la que sirve, estuvo a punto de ganar ese premio. Es tentador señalar el paralelismo y forzar ligeramente la metáfora, pues los personajes de Parásitos acceden al universo codiciado de la clase alta (¿Hollywood?) por la puerta de servicio, si bien lo hacen con una actitud completamente opuesta.
Esa actitud, ese descaro, es sin duda una de las causas por las que, a diferencia de la película de Cuarón, al hablar de Parásitos la crítica mencione no solamente la enorme desigualdad social y la división de clases, sino esa expresión casi proscrita: “lucha de clases”. Y sin embargo poco tiene que ver Parásitos con la reivindicación colectiva de un mundo diferente y sí tiene mucho que ver, en cambio, con otra venerable tradición social, con ese impulso individual(ista) por medrar, por integrarse en una clase social superior y disfrutar de sus privilegios, lo que de toda la vida se ha llamado arribismo.
La coincidencia de una sociedad industrializada y de una cultura obsesionada no solamente por la clase social, sino por los signos externos de pertenencia a esa clase, propició que la figura del arribista tuviera su representación más sólida en la literatura anglosajona a partir de la segunda mitad del siglo XIX. La desazón social producida por la revolución industrial tuvo primero en Dickens a un cronista del movimiento inverso, del desclasamiento, de la súbita caída en la pobreza por razones fuera del control de sus personajes (David Copperfield, la pequeña Dorrit, los protagonistas de Casa desolada). Cuando Dickens retrata a un arribista, como Pip en Grandes esperanzas, lo hace con tal ternura que apenas nos atrevemos a darle ese apelativo, y su ascensión por la escala social está tan fuera de su control como el descenso por la misma escala de los otros personajes. Totalmente opuesto es el otro gran personaje arribista de la primera época victoriana, el Barry Lyndon de W. M. Thackeray, este sí, cínico y calculador.
A medida que los ejércitos de mano de obra asalariada invaden los cinturones urbanos, el temor a contaminarse por la irrupción de esa humanidad que la clase alta conceptualiza como impenetrable y animal adopta varias formas literarias, desde el mito de Frankenstein (que Franco Moretti dice que simboliza el miedo de la burguesía hacia el proletariado) hasta la novela policiaca, que nace como género en ese momento. Y la fascinación, surgida del temor y la curiosidad, alimenta la figura del arribista, un hombre del pueblo con talentos excepcionales (por supuesto, todo talento de un proletario, campesino, etcétera, será excepcional por definición), que aspira a ocupar un lugar que no le corresponde por nacimiento (como Jude el oscuro, de Thomas Hardy).
Esa fascinación se codifica a menudo como erótica: el arribista ingresa en la clase alta mediante una relación sexual con una mujer a la que seduce, no por su adecuación a los nuevos códigos, sino por sus “errores”. El ejemplo clásico es Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, lo que nos recuerda que la novela estadounidense hereda este tema del arribismo y lo resitúa en la gran burguesía industrial, en lugar de la aristocracia.
En este mundo incierto, en el que un huérfano como Heathcliff puede acabar siendo el dueño de Cumbres Borrascosas, se vigilan continuamente las marcas culturales de la pertenencia a una clase. Los arribistas están en riesgo permanente de ser descubiertos, ridiculizados o expuestos. Los delata su piel morena, sus modales toscos, las patadas a la gramática (el protagonista epónimo de Martin Eden), la pronunciación incorrecta del alemán (Leonard Bast en Howards End), la ropa desgastada o inadecuada.
Los protagonistas de Parásitos, ayudados por la tecnología moderna y por la permeabilidad moderna de las costumbres, son prácticamente infalibles y no cometen ninguno de los errores de sus predecesores. Solo su olor corporal los delata, el “olor a pobre”, como se define sucintamente en la película, sin ninguna referencia a sus connotaciones de enfermedad, falta de higiene, hacinamiento. No solamente es un “error” imposible de subsanar, sino que probablemente sea el único error que nunca será un instrumento de seducción. Impedirá la integración perfecta de los perfectos arribistas, lo que no desencadenará una lucha de clases, pero sí una masacre colectiva.
Enraizada en la tradición cinematográfica y literaria del arribista o del trepa, Parásitos se separa de películas claramente emparentadas con ella, como El sirviente, de Joseph Losey, porque no trata de un “trepa”, sino de varios. El que todos los miembros de la familia se sumen uno a uno a la trama es una de las claves del humor de la película y de la incomodidad que suscita. Da la sensación de que podrían multiplicarse hasta el infinito, de que cualquier persona, pariente o no, podría participar con la misma destreza en el engaño. Y eso quizá sea lo más subversivo y novedoso de la película. En el relato clásico, un arribista individual trata de alcanzar una posición que admira. Para ello debe imitarla con su talento, y esa imitación es el mejor elogio y legitimación posible del orden social. La suerte del arribista se justifica por una meritocracia que a su vez ratifica los valores que sostienen la jerarquía. Bien decía Orwell que no se creería nunca a nadie que dijera admirar a la clase obrera hasta que no lo viera adoptar los modales del proletariado en la mesa.
Si cualquiera puede imitar el objeto de deseo y si la diferencia entre el original y la copia es algo tan intangible como un olor que solo perciben los privilegiados, la exclusividad y el aura se devalúan. Eso podría conducir, como soñaba Walter Benjamin, a un cambio social radical. Pero, por mucho que la crítica la invoque, si la lucha de clases no está presente, esa devaluación quizá sea solamente un síntoma más de la nueva hegemonía audiovisual.
Grandes esperanzas, Charles Dickens
Jude el oscuro, Thomas Hardy
Una tragedia americana, Theodore Dreiser
Martin Eden, Jack London
La mansión, E. M. Forster
El sirviente, Robin Maugham