Ruanda ha recuperado una antigua tradición, la de las lecherías, pero reconvertidas en modernos locales que venden cientos de litros diarios y adonde acuden los clientes como quien va a tomarse el aperitivo.
Por ElPais.com
Las vacas son muy importantes para la cultura de Ruanda y simbolizan riqueza, prosperidad e identidad; todavía hoy se usan para pagar una dote matrimonial o como valioso regalo. Es más, el Gobierno de Paul Kagame implementó el programa Girinka en 2006, con el objetivo de reducir las tasas de desnutrición infantil y aumentar los ingresos familiares de los agricultores más desfavorecidos bajo el lema «Una vaca por familia pobre». Gracias a este plan, la producción y el consumo de leche se ha duplicado desde entonces, ya que más de 350.000 vacas se habían ya entregado en 2017.
Más de 6 000 millones de personas en el mundo consumen leche y productos lácteos; la mayoría de ellas vive en los países en desarrollo, según la FAO, y el consumo per cápita es bajo (menor que 30 kilogramos al año) en lugares como Vietnam, Senegal, la mayoría de África central y la mayor parte de Asia oriental y sudoriental.
Y este alimento es, además, muy importante socioculturalmente hablando en Ruanda. A mediados de los años noventa, en la capital, Kigali, abundaban los pequeños quioscos metálicos y de madera con el cartel de Amata na Fanta Bikonje (leche fría y refrescos), pero desaparecieron con la planificación urbanística para embellecer las calles puesta en marcha, junto a tantos otros planes, para la reconstrucción del país y la superación de la dramática historia nacional que dejó, en un genocidio difícil de olvidar, casi un millón de tutsis asesinados a manos del gobierno hutu en 1994. Ahora esos puestos se han convertido en los llamados «bares de leche».
Cuando Hasna Biryogo, de 33 años, se casó hace tres años y proyectó formar una familia, dejó su empleo de dependienta y decidió montar su propio negocio. Abrió un bar de leche en Nyamirambo, el barrio musulmán de Kigali. En estos negocios básicamente se sirve este producto lácteo, ya sea fresco o fermentado (más demandada en zonas rurales). Son los llamados Amata Meza o Milk Zone.
Su local es sencillo y limpio, de un blanco casi impoluto. Un tanque refrigerador de 300 litros domina toda la estancia. Un par de mesas y varias sillas blancas de plástico, junto con un pequeño mostrador al fondo, conforman el resto del espacio. “Mi inversión inicial hace tres años fue la compra de este contenedor y un pedido de 200 litros», explica mientras no deja de atender a sus clientes en un ir y venir del tanque a las mesas con una jarra grande. «Desde entonces no he parado de vender”, añade orgullosa.
Atiende ininterrumpidamente desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, y durante todo el día hay un goteo constante de clientes que consumen unos 200 litros al día. “A mediodía se puede acompañar la bebida con algún tentempié que ya les sirve de comida, mientras que los que vienen por la tarde llenan sus bidones para llevársela a casa”, comenta satisfecha. Además, todas las mañanas antes de abrir, Hasna suministra a varios hoteles, restaurantes y cafeterías de la zona.
Su leche proviene de Nyanza Milk Industries Ltd, la segunda empresa de productos lácteos del país. El mercado de los Amata Meza en Kigali se reparte básicamente entre las dos industrias más importantes del sector, Inyange Industries Ltd y la citada Nyanza Milk Industries Ltd, que abren franquicias de bares de leche por toda la ciudad, y los Amata Meza independientes de otras lecherías más pequeñas o familiares que se abastecen de pequeños ganaderos. Inyange Industries abrió en 2014 su primer local en Kigali con leche pasteurizada a mitad del precio que la envasada. Ese momento supuso el pistoletazo de salida a la proliferación de este tipo de negocios en la capital ruandesa, que se han ido replicando por todos los distritos de la ciudad, hasta convertirse en tendencia.
Sólo hay que caminar un par de calles para encontrar la Inyange Milk Zone de Alexis. Son las doce del mediodía, hora punta, y una veintena de conductores de boda-boda, las moto-taxi que inundan la ciudad, se toman un descanso y charlan animadamente mientras toman su ración láctea, que será para muchos el sustituto del almuerzo de ese día. Alexis Musoni, de 26 años, trabaja en uno de los 77 Inyange Milk Zones que hay actualmente en Kigali.
“Abrimos hace sólo diez meses y no hemos parado de servir a nuestros clientes desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche”, dice Alexis mientras llena un bidón del enorme refrigerador de acero que ocupa prácticamente todo el local. En el reducido espacio apenas hay sitio para el gran contenedor, una nevera con otros productos lácteos de la compañía, como yogures y algunos zumos, una estantería con agua mineral, una silla y un pequeño mostrador haciendo de barrera delante de la puerta. La mayoría de sus clientes traen sus propios envases y compran a diario para llevar a sus casas, otros beben de un trago las jarras de leche fresca o fermentada de pie en la calle delante del mostrador, mientras que otros se toman su tiempo en las mesas del bar vecino, a quien la llegada del Milk Zone le ha animado su negocio y le ha traído nueva clientela.
Pero no todo es éxito en el mundo empresarial. Elie Niyishobora, de 23 años, ha entrado en este mercado hace sólo dos meses. Se asoció con su amigo de la infancia Athanase Hafashimana, de 24 años, y después de pensar qué negocio podían montar juntos decidieron abrir un pequeño Amata Meza ya que no requería de una gran inversión. «Al principio el negocio funcionaba muy bien, pero hemos ido perdiendo clientes las últimas semanas”, cuenta con una sonrisa de resignación. Su local es pequeño y oscuro, con mesas y taburetes bajos y un mostrador con todo tipo de aperitivos y varios termos con leche caliente, white coffee (con un poco de té) y gachas a base de cereales. Cada mañana llega el repartidor en su bicicleta y le entrega 10 litros de una granja cercana, que es todo lo que Elie consigue vender en un día, a diferencia de sus vecinos Hasna y Alexis, que venden entre 150 y 200 litros al día.
Delante del popular mercado de Kimironko hay un bar de leche del que no para de entrar y salir gente. El local es amplio y a parte del gran contenedor hay varias mesas en las que se aglutinan los clientes. Al fondo del local se encuentra Marie Médiatrice Mukamabano, de unos 50 años. “He venido a la ciudad a visitar a un amigo, y antes de coger el autobús de vuelta he entrado al Amata Meza para tomar leche, ya que es barata, alimenta y me quita el hambre” cuenta entre risas mientras va dando sorbos de una jarra grande de ikivuguto (fermentada).
Esa jarra será su comida hasta que regrese a su casa en el distrito de Rwamagana, a unas dos horas de Kigali. El trajín del local es incesante, mientras un niño con uniforme de escuela moja tranquilamente su magdalena en una jarra y dos hombres empiezan a entrar bidones que descargan de un pequeño camión, la pareja que regenta este negocio no para de servir. Antoine Muyange, de 37 años, atendiendo las mesas y Madeleine Uwera, de 34 años, sirviendo leche para llevar desde una ventana que da a la calle. El líquido blanco que inunda las calles de Ruanda.
Y TAMBIÉN LA LACTANCIA
Las madres de Ruanda son unas estupendas amamantadoras. Hasta el 87% de ellas practican la lactancia con sus bebés durante los primeros seis meses de vida, según datos de Unicef. Pero cuanto mayor es un niño, menos probabilidades hay de que continúen con esta práctica o que reciban una dieta equilibrada. Las estadísticas muestran que solo el 64% de los niños en Ruanda reciben alimentos complementarios después de seis meses, y solo el 18% de los menores de dos años consumen alimentos saludables. Para aumentar estas cifras, organizaciones como la propia Unicef animan a los Gobiernos a facilitar medidas de conciliación para las mujeres y apoyar programas de salud para las madres y que estén en buenas condiciones para amamantar a sus bebés.