Por ElPais.com
Mis hijos de seis y dos años han pasado una fase reciente de obsesión con la película Sonrisas y lágrimas. De manera que creía estar en buena forma en el departamento de preguntas difíciles. El primer visionado completo de las aventuras de la familia Von Trapp, rebautizada por el pequeño como “los nenes que cantan”, me enfrentó a cuestiones del tipo: ¿qué es una monja?, ¿qué es un nazi?, ¿hay niños nazis?, ¿la monja viejita es la mamá de María?, ¿las monjas se embarazan?, ¿el trabajo de las monjas es cantar en las bodas?, ¿cómo sabe el Capitán que se está enamorando?
Pero incluso contar las complejidades del Anschluss a un niño de primero de Primaria es varios niveles más sencillo que abordar las cuestiones que genera Soul, lo nuevo de Pixar, que se estrenó en la plataforma Disney + el pasado día de Navidad. Ahí el interrogatorio va más por: ¿por qué las almas quieren ir al cielo?, ¿qué pasa cuando te mueres?, ¿el alma tiene esqueleto? y otras cuestiones que van surgiendo durante y sobre todo después de 107 minutos de metraje y que darían para varios temarios de filosofía –¿la persona nace o se hace?– y teología.
Al menos los adultos que hayan ido al día con los estrenos de Pixar tendrán el músculo bien trabajado. Inside Out abordaba la depresión, Coco, la pérdida y el luto, y con Soul entramos de lleno y sin anestesia en el terreno de la metafísica y el sentido de la vida. De hecho, hay quien sostiene que desde Up, que se estrenó en 2009, el estudio del que se esperan las mejores películas infantiles ha estado ocupado con un solo tema: la muerte. Si acaso la principal diferencia entre este último estreno y los anteriores es que Peter Docter ya ni siquiera pretende que su principal público sean los niños.
En los noventa en la época conocida como el “Renacimiento de Disney” se estableció la fórmula canónica para la película infantil de prestigio y gran presupuesto, que después han adoptado con distintos estilos otros estudios como DreamWorks e Illumination. Tendría al menos dos planos de narración, uno más para niños y otro para mayores, y estaría salpicada de bromas y comentarios que solo los adultos podrían desbloquear, como premios que se les arrojan cada pocos minutos por estar haciendo medio bien su trabajo como cuidadores. Así por ejemplo, en Aladín, cuando todo empieza a sacudirse en la escena de la boda, el Genio dice: “Pensaba que la Tierra no se movería hasta la luna de miel”. O cuando Buzz Lightyear conoce a Jessie en Toy Story y, de pronto, sus alas se despliegan sin su control, en una no tan sutil erección metafórica para astronautas.
La fórmula se subvirtió en los dosmiles y, llegados a esta década, no es en absoluto exagerado decir que las películas de Pixar son solo accesibles en su conjunto para cerebros adultos no distraídos –que nadie intente ver Soul consultando de vez en cuando apps en el móvil–. Sólo de vez en cuando los guionistas recuerdan que se supone que hay niños mirando e incluyen algún pasaje puramente infantil. En Soul hay muy pocos momentos de puro slapstick –tiene mucho éxito entre los niños uno que dura apenas dos segundos: cuando las almas comen pizza y, puesto que son incorpóreas, la pizza sale igual que ha entrado. Como siempre, lo escatológico triunfa entre ese target– y la mayoría están concentrados en el segmento en que el protagonista, el músico Joe Gardner, y un gato intercambian accidentalmente sus cuerpos. En el portal The Ringer varios redactores hicieron el experimento de ver la película con sus hijos y contarlo. La mayoría también reporta que “el trozo en el que el tío es un gato” fue el más exitoso en sus casas, y que, en una escala de 1 a 10, sus críos captaron “como un 2” del mensaje de la película.
La ventaja es que el filme está por lo general situado en un plano tan alejado de las habilidades de comprensión de un niño que es difícil que les genere la angustia o el miedo que podían dar algunos fragmentos de Coco o Inside Out. Tan solo las almas perdidas, que representan a esas personas que “no han podido superar sus ansiedades y obsesiones” y el semisádico giro final de los últimos cinco minutos provocan auténtica congoja. A cambio, los adultos obtienen todo tipo de material cómico y trágico para explayarse, desde las referencias a las grandes figuras de la historia, de Lincoln a Carl Jung, que fracasaron a la hora de formar la futura personalidad de 22, un alma que se prepara con poco éxito en El Gran Antes (una especie de limbo) para su vida en la Tierra, a los guiños a las películas de Powell y Pressburger. La versión original, además, ofrece fantásticas interpretaciones de actores que no se prodigan lo suficiente en el cine, desde Tina Fey a Richard Aoyade.
A medida que avanzábamos en el complicado argumento de la película, me quedó claro que no me iba a encontrar con la película que pensaba, que era “el filme jazzero de Pixar” o “la primera película de Pixar con un protagonista afroamericano”, aspectos en los que se había centrado la promoción. Y aunque disfruté mucho con el despliegue visual (las pelis de Pixar ya no pretenden maravillarte, como hacían las del primer Walt Disney, sino subyugarte, que te rindas ante las posibilidades infinitas de la animación) y hasta cierto punto con el argumento, no pude evitar añorar esa película, la que yo creía que iba a ver y no vi, la historia de ese tipo un poco melancólico, Joe, de su madre que le quiere y sufre por él porque ya tuvo que mantener a un marido músico de jazz con su sueldo de modista, la película que haría algo central del conflicto entre perseguir su sueño de ser músico o aceptar el trabajo seguro como profesor en la escuela. Es admirable, por cierto, que Docter y el co-director y co-guionista que entró en el proyecto entre otras cosas para aportar credibilidad en los temas afroamericanos, Kemp Powers, resistieran la tentación de darle a Joe una trama amorosa, por ejemplo, una de las muchas reglas de guión que se salta Soul.
De niña ya fui una espectadora obstinada y a veces un poco estúpidamente anclada en el realismo como forma narrativa. Cuando veía La princesa prometida me apetecía que saliese más “Kevin Arnold” (Fred Savage), el niño enfermo al que le cuentan el cuento, en medio de tanta fantasía. Mi parte preferida de Laberinto tenía que ver con el mundo real de Jennifer Connelly cangureando a regañadientes a su medio hermano Toby, en parte porque Connelly me parecía guapísima y fascinante, y también porque el universo escheriano con David Bowie como Jareth, el rey de los Goblins, me daba pavor. Me volví a sentir así de plana y costumbrista viendo Soul, un poco agobiada por el Gran Más Allá y el Gran Antes y deseando volver a ver a Dorothea, la displicente diva del jazz que llama “Teach” a Joe, y a Connie, su alumna más aventajada, que necesita apoyo y confianza para seguir tocando la trompeta, personajes brevísimos pero muy bien definidos. Ese otro filme hubiera estado bien también, pero sería desde luego muy poco Pixar. Y generaría preguntas un tanto más fáciles de responder.