Noticias

Bush en el Teatro Caupolicán: sudor, distorsión y una conexión que no se finge

En una noche de descarga emocional, la banda británica mostró entrega, intensidad y una cercanía que traspasó cada riff

Bush
Kenaluppichini

Bush sube al escenario pasadas las 21:15, mientras las luces bajan y el rugido del público rompe la penumbra del Teatro Caupolicán. El primer minuto es un latido en forma de batería: Nick Hughes sacude los cuerpos con una intensidad que define el tono de la noche. El regreso de Bush no es solo un show: es la reaparición de una energía que marcó a una generación y que, tres décadas después, sigue encendiendo algo profundo en quienes la vivieron y en quienes la descubren ahora. Luego aparece Gavin Rossdale en escena y, desde ese instante, conecta con las primeras filas. No parece una banda con más de treinta años sobre los escenarios: todo suena fresco, crudo, vivo. Desde el escenario, Bush despliega ese equilibrio perfecto que los define: la rabia distorsionada del grunge de Seattle con la solidez melódica del post-grunge que ellos mismos ayudaron a popularizar.

Un arranque demoledor

Desde el inicio, Rossdale mostró una entrega absoluta: habló en español durante el show, se paseó entre los asistentes y alternó con soltura entre guitarra y solo voz. En un momento, dijo con sinceridad: “Estamos muy contentos de estar aquí”. Y lo estaba: se notaba.

El ambiente era fiel al espíritu de los 90: un público mayoritariamente cuarentón, vestido de negro, con poleras de Bush, Nirvana y Alice in Chains, cerveza en mano y cigarro encendido. Una noche cargada de energía alternativa, con ese sonido sucio y melódico que hizo de Bush un puente perfecto entre el grunge y el post-grunge.

La batería no solo marcó el ritmo: sus bombos hicieron retumbar el teatro como una tormenta rítmica que lo cubría todo. Junto a Hughes, el bajista Corey Britz sostuvo cada tema con precisión y fuerza, mientras el guitarrista Chris Traynor aportó con distorsión, técnica y solos filosos que levantaban aún más la intensidad del set. La banda sonó sólida, ajustada y contundente.

Distorsión y catarsis colectiva

Luego vino «Everything Zen«, y no fue solo una canción: fue un manifiesto en carne viva. Distorsión, luces cruzadas y un trance colectivo marcaron un inicio demoledor. En ese caos estructurado no había paz ni iluminación en el público. Solo ruido, intensidad y desahogo. Y, paradójicamente, ahí estaba la armonía.

Publicidad

«Machinehead« estalló como una descarga. El público en cancha saltaba con locura, mientras Rossdale recorría el escenario con actitud feroz. El estribillo —«breathe in, breathe out»— se transformó en mantra colectivo. Una explosión física y emocional que capturó el espíritu de la banda: crudeza, potencia y conexión directa.

Intimidad en medio del ruido

El show avanzó con fuerza hasta llegar a uno de sus momentos más íntimos: «Swallowed«, interpretada por Gavin en solitario, con pista y luces suaves. El teatro entero acompañó con un coro contenido y respetuoso. Un instante frágil y conmovedor, donde la canción dejó de ser solo música para convertirse en una confesión compartida.

Luego vino el caos otra vez: «Little Things« desató el éxtasis total. Saltos, gritos, manos en alto y desenfreno tanto en la cancha como en las plateas. Fue el clímax del show antes del encore, dejando el ambiente cargado y vibrante.

Un cierre emotivo e inolvidable

Tras un breve receso, la banda volvió con «More Than Machines«, y luego llegó el momento más íntimo de la noche: «Glycerine«. Rossdale, solo con su guitarra eléctrica, convirtió el Caupolicán en un confesionario sin paredes. Cada palabra sonaba como una herida que aún duele. La emoción se instaló en el aire como un silencio compartido, pesado y hermoso. Nadie quedó indiferente.

El cierre fue con «Comedown«. Melancólica, hermosa, con ese ritmo arrastrado que envuelve. Mientras la interpretaba, Gavin tomó una bandera chilena del público y la levantó con evidente cariño. En ese gesto, sin palabras, se sintió como si la abrazara con el mismo orgullo de cualquier chileno. Luego, se quitó la polera de Bush, la lanzó a la multitud y se retiró sin ella, dejando una imagen poderosa, auténtica y honesta. Así se despidió Bush de Santiago: con sudor, emoción y una conexión real. De esas que no se fingen ni se olvidan.


Contenido patrocinado

Compartir