El torneo de Primera División de 1955 fue uno de lo más extraños que recuerde el fútbol chileno. Por un lado, consagró campeón al Palestino “millonario”, coronado a 5 fechas del final y que 4 años antes simplemente no existía como institución. Pero algo más insólito ocurrió en el otro extremo de la tabla.
El 8 de enero del ‘55, liderada por el crack argentino Miguel Ángel Montuori, la Universidad Católica celebraba su 2° título profesional. Menos de un año después, el domingo 18 de diciembre, los cruzados entraban al exclusivo club de equipos que han logrado la hazaña de ser campeones y descender en la temporada siguiente
Ese campeonato del ‘55 fue un calvario cruzado de principio a fin. Junto a la tensión por la tramitadísima partida de Montuori al calcio italiano, el estadio Independencia permaneció cerrado largos meses por reparaciones. El plantel no se acomodaba y las derrotas se sucedían sin importar la categoría del rival. Podían luchar hasta el final en el clásico universitario (foto de abajo) para luego dar pena contra Wanderers o Green Cross. Lo que al principio parecía una mala racha decantó en lo irremediable: la UC pelearía la liguilla del descenso, que disputarían los 6 del fondo en fechas únicas a jugarse en el Estadio Nacional.
Una victoria por aquí o un empate rasguñado por allá encendían las esperanzas de que tarde o temprano la UC saldría de la cola que ocupó todo el año. Mientras, sus compañeros de drama –Rangers, el Morning, Ferrobádminton– siempre se las arreglaban para quedar al menos un punto más arriba. Y de a poco las bromas fueron mutando en alarma: ¿era posible -era aceptable- que un campeón descendiera?
Irónicamente, esa posibilidad había sido avalada por los mismos dirigentes cruzados antes de empezar el torneo, cuando sus pares aprobaron el desmantelamiento de la Segunda División (luego revocado por la Federación). Tras los festejos del título del ‘54, la UC proclamó que mantener el descenso automático sin resquicios era imprescindible para el progreso del fútbol chileno: ellos mismos bajarían sin apelar de verse enfrentados a ese improbable escenario.
Bajo esa premisa llegó la terrible fecha final, con la igualdad 4 a 4 ante Ferrobádminton. Si ganaba la UC, esos mismos equipos habrían debido jugar un desempate. Pero no hubo caso. Así lo editorializó Estadio: “El elenco estudiantil tiene figuras cotizadas, tiene respaldo popular, tiene mística, tiene cancha; en fin, todo lo que falta a varios institutos congéneres. Catorce puestos son muchos para recorrerlos de extremo a extremo en menos de 12 meses. Las fechas fueron pasando sin que el campeón levantara cabeza; nada detuvo esa rodada trágica que culminó el domingo con la caída definitiva”.
En ese terrible trance -hay que decirlo- la UC lució una enorme dignidad. Cuando se consumó el descenso, cientos de hinchas consolaron al arquero Sergio Litvak, figura del título del ‘54. “La multitud se agolpaba a las puertas del vestuario cantando el himno del club y lanzando al aire un grito de promesa y de batalla: ¡Donde vayan, los seguiremos! Esta emocionante adhesión demuestra que el fútbol profesional no está todo lo contaminado que la gente cree”, escribió Julio Martínez.
Semanas después, Antonino Vera felicitaba a la hidalguía de la UC: “Hacía falta que en el torneo profesional terminara último un grande, para saber hasta dónde llegaba la firmeza de los propósitos. Podemos respirar tranquilos”.
Y así nomás, la Universidad Católica jugó en Segunda en 1956. Con angustia, logró ascender tras un desempate infartante con La Serena, que le hizo collera todo el año. En los potreros y con gente de la casa, los cruzados se hicieron de verdad grandes. Y de paso consumaron un milagro: que el fútbol chileno se tomara en serio el campeonato de Ascenso, cosa que ya veremos.
Fotos: revista Estadio.