Disputado íntegramente en el aún flamante Estadio Nacional de Santiago, el Sudamericano Extraordinario de 1945 fue el primer evento deportivo grandote organizado por Chile. A la cita acudieron 7 equipos (sólo faltaron Perú, Paraguay y Venezuela). Nunca antes una justa continental había reunido a tantas selecciones y congregado a tanto público. Estirado como chicle, el campeonato que partió el 14 de enero se extendió durante un mes y medio para terminar recién el 28 de febrero.
A medida que transcurrían las semanas, el fervor del hincha devino en locura. Como nunca, el seleccionado chileno ganaba tupido y parejo. Todo partió con un despelotado 6 a 3 ante Ecuador; los fantasmas se disiparon con triunfos ante las débiles Bolivia (5-0) y Colombia (2-0).
Fatalista, la prensa anticipaba que Argentina, siguiente escollo, devolvería a la tierra a la Roja capitaneada por Sergio Livingstone. Craso error: el empate 1 a 1 mantuvo intactas las opciones chilenas al título, refrendadas el 18 de febrero con un sufrido 1 a 0 sobre Uruguay. A la última fecha, chilenos y argentinos llegaban empatados a 9 puntos; los brasileños sumaban 8.
Y entonces, como tantas veces en nuestra historia pelotera, decidimos dispararnos en los pies. Preso del más mortal hastío, el plantel chileno llevaba más de dos meses concentrado en el estadio Los Leones. Así describió revista Estadio una incómoda visita al recinto, días antes del vital partido contra Brasil: “Basta estar una hora con los jugadores chilenos para salir bostezando a dos carrillos, tal es el aburrimiento y el lateo con que es recibido el visitante. Es cuestión de pensar un poco cómo se sentirán esos veinte muchachos encerrados por cuenta de la Federación de Fútbol. Ninguna entretención. Ningún quehacer. Puras restricciones y reglamentos”. En la foto de arriba vemos al “Sapo” Livingstone rodeado de varios compañeros, haciendo lo que podían para entretenerse.
Muertos de lata, los seleccionados comenzaron entonces a practicar un hobby típico en las concentraciones: armar castillos en el aire con la plata que recibirían si ganaban la copa. Antes del torneo habían pactado premios por puntos ganados, que fueron aumentando a medida que sumaban triunfos. El empate con Argentina fue gratificado como si hubiese sido triunfo; la victoria sobre Uruguay significó premio doble.
Y a todos se les abrió el apetito. Si al principio el bono era de 3 mil pesos, por ganar la copa pedían 30.000 y la mitad para los suplentes. La Federación montó en cólera, se armaron infructuosas comisiones negociadoras, los montos fueron divulgados por la prensa y un sector de la hinchada acusó a los futbolistas de un delito feroz: jugar no sólo por el honor patrio, sino por plata. Al cabo, recién en el camarín y a grito pelado, se acordó un premio de $15.000 para los titulares y $7.500 para los reservas si le ganaban a Brasil
¿Resultado? Vestidos con una extraña camiseta a rayas que de inmediato se consideró “maldita”, perdimos 1 a 0 y la copa se fue a Buenos Aires. Nuestro sueño sudamericano debió postergarse durante 70 años, nada menos.
Al cabo, los héroes de ese agitado verano del ‘45 terminaron en el patíbulo mediático. Tanta fue la ira en contra esos “mercenarios vestidos de corto” que el tribunal de penas de la ACF -apenas 24 horas después del silbato final- expulsó a todo el plantel no sólo de la selección, sino de la práctica del fútbol rentado (e incluso a algunos de sus trabajos de medio tiempo en oficinas fiscales). Sólo la defensa irrestricta de revista Estadio a los players y gestiones de autoridades más mesuradas lograron revertir la brutal medida. ¿Y el sentido común? Bien, gracias.
“La invención, el chisme y la histeria crearon una tumba donde quedaron depositados los restos del prestigio labrado por los muchachos que capitaneó Sergio Livingstone a través del más brillante certamen deportivo llevado a cabo en el continente sur. Mas, sobre esa tumba y en esa lápida, la vergüenza tendrá que esculpir en letras de fuego el nombre de sus creadores”, sentenció Estadio.